Segunda parte e historia de el Rollo escrito por Abraham, parte de el compendio de 7 Rollos cocidos entre si conocido como el Gran Rollo de Melquisedec, encontrado en la cueva #11 en Qumrán al norte del Mar Muerto.
Abraham despues de registrar a detalle la historia que se cuenta brevemente en genesis 14 Llamada LA HISTORIA DE UN VASO ( https://youtu.be/z5UN-bImsN4 ), escribe la Historia de Salem, historia que escucho de Melquisedec narrando los acontecimientos de aquel Reino diferente a todos los demas, un Reino regido por leyes de amor y de justicia, donde los habitantes no serían entrenados para batallar, mas serían entrenados en el arte musical; Cada habitante de Salem tendría siempre al alcance de sus manos un instrumento musical, para expresar por medio de el la paz y la alegría de aquel nuevo reino. Juntos, formarían una poderosa orquesta en la lucha contra la desarmonía que nace del orgullo y del egoísmo.
Por ultimo es importante mencionar que toda esta Historia registrada por Abraham sobre el Reino de Salem tiene un sentido pre figurativo, retratando acontecimientos pasados y futuros, que envolvían todo el vasto universo en una dimensión infinitamente mayor. Para conocer aquella Gran historia que retrata la Historia de Salem mira el video llamado: LA HISTORIA DEL UNIVERSO ANTES DEL PLANETA TIERRA..
Abraham despues de registrar a detalle la historia que se cuenta brevemente en genesis 14 Llamada LA HISTORIA DE UN VASO ( https://youtu.be/z5UN-bImsN4 ), escribe la Historia de Salem, historia que escucho de Melquisedec narrando los acontecimientos de aquel Reino diferente a todos los demas, un Reino regido por leyes de amor y de justicia, donde los habitantes no serían entrenados para batallar, mas serían entrenados en el arte musical; Cada habitante de Salem tendría siempre al alcance de sus manos un instrumento musical, para expresar por medio de el la paz y la alegría de aquel nuevo reino. Juntos, formarían una poderosa orquesta en la lucha contra la desarmonía que nace del orgullo y del egoísmo.
Por ultimo es importante mencionar que toda esta Historia registrada por Abraham sobre el Reino de Salem tiene un sentido pre figurativo, retratando acontecimientos pasados y futuros, que envolvían todo el vasto universo en una dimensión infinitamente mayor. Para conocer aquella Gran historia que retrata la Historia de Salem mira el video llamado: LA HISTORIA DEL UNIVERSO ANTES DEL PLANETA TIERRA..
Texto:
Capítulo 1
Adonías, hombre justo, busca alcanzar su sueño de justicia y paz. Escribe en un pergamino las leyes que regirían el nuevo reino de paz. Inicia la edificación de Salem, la cual esta destinada únicamente para los limpios de corazón.
***
Ésta es la historia de Salem según la oí de los labios de Melquisedec en la ocasión de la fiesta de Sukot, quince días después de la liberación de Lót y sus hijas.
Todo comenzó con un sueño en el corazón de un hombre llamado Adonías; Él poseía muchas riquezas, pero a nada apreciaba más que a la justicia y a la paz que nacían de la sabiduría y del amor.
Cansado con las injusticias que predominaban por toda la tierra de Canaán, Adonías resolvió edificar un reino que fuese regido por leyes de amor y de justicia. El nombre de la capital de ese reino sería Salem, la Ciudad de la Paz.
Los súbditos de Salem no empuñarían arcos y flechas, mas serían entrenados en el arte musical; Cada habitante de Salem tendría siempre al alcance de sus manos un instrumento musical, para expresar por medio de el la paz y la alegría de aquel nuevo reino. Juntos, formarían una poderosa orquesta en la lucha contra la desarmonía que nace del orgullo y del egoísmo.
El primer paso de Adonías para la concretización de su plan, fue elaborar las leyes del nuevo reino, las cuales él las escribió en un pergamino. Los súbditos de Salem no podrían mentir, hurtar, odiar, ni matar a sus semejantes. El orgullo y el egoísmo eran señalados como causa de todo el mal, por tanto, no podrían existir en aquel lugar de paz.
Las leyes del pergamino requerían la práctica de la humildad, de la sinceridad, de la amistad, y, por encima de todo, del amor que es la mayor de todas las virtudes.
Después de registrar en el pergamino las leyes que regirían aquel reino, Adonías comenzó a planificar la arquitectura de Salem. Sería una ciudad al principio pequeña, con habitaciones para mil doscientas personas. Como el lugar de su edificación, fue elegida una región alta de Canaán, al occidente del Monte de los Olivos.
En poco tiempo, la realización de Adonías comenzó a atraer personas de todas partes que, de cerca y de lejos, venían a conocer los palacios y las mansiones que estaban siendo edificados. Admirados ante la belleza de aquella ciudad tan blanca, los visitantes preguntaban sobre quiénes serían sus habitantes. Adonías les mostraba el pergamino, diciendo que Salem se destinaba a los limpios de corazón —aquéllos que estuviesen dispuestos a obedecer sus leyes. —
La edificación de la ciudad fue finalmente concluida y Salem se reveló hermosa como una novia adornada, a la espera de su esposo.
Asentado en su trono, Adonías ahora examinaba a los numerosos candidatos a súbditos que llegaban de todas partes. Aquéllos que, prometiendo fidelidad a las leyes, eran aprobados, recibían tres dotes del rey: el derecho a una mansión, vestiduras de lino fino y un instrumento musical en el cual deberían practicar.
La ciudad estaba finalmente repleta de habitantes. Lleno de alegría, Adonías convocó a todos a la fiesta de inauguración de Salem, en el transcurso de la cual proclamó un decreto que determinaría el futuro de aquel reino, diciendo:
—A partir de este día, que es el décimo del séptimo mes, seis años serán contados, en los cuales todos los habitantes serán probados. Solamente aquellos que permanecieren leales, progresando en la práctica de las leyes del pergamino, serán confirmados como herederos de este reino de paz. Aquéllos que fueren enlazados por culpas y transgresiones, serán desterrados por el juicio. —
Las palabras del rey condujo a todos a un profundo examen de corazón, y se alegraron con la certeza de que alcanzarían la victoria sobre todo el orgullo y el egoísmo, que son las raíces de todos los males.
Adonías tenía un hijo único a quién había dado el nombre de Melquisedec. La belleza, ternura y sabiduría de ése hijo amado, habían sido su inspiración para la edificación y fundación de su reino.
Melquisedec tenía doce años de edad, cuando Salem fue inaugurada. Era el plan de Adonías coronarlo rey sobre los súbditos aprobados, al final de los seis años. Este plan, lo mantendría en secreto hasta el momento oportuno.
El príncipe, con sus virtudes y simpatía, se hizo pronto muy querido por todos en Salem. Él tenía siempre en los labios una sonrisa y una palabra de afecto. Apreciaba estar junto a los súbditos en sus hogares, recitándoles las leyes del pergamino en forma de lindas canciones que vivía componiendo. Su presencia traía al ambiente una atmósfera de felicidad y paz. Ése amado príncipe poseía, de hecho, todas las virtudes necesarias para ser rey de una Salem Victoriosa.
Adonías había edificado una mansión especial junto al palacio, con el propósito de ofrecerla al súbdito cuya vida expresase más perfectamente las leyes del pergamino. Diariamente él observaba a los habitantes, buscando entre ellos a esa persona a la que deseaba honrar.
Paseaba por las alamedas de Salem, cuando, por entre el trinar de pájaros, Adonías oyó una voz semejante a la de su hijo. Al darse vuelta para ver quién era, encontró a un bello joven que cantaba una canción. Al contemplar en su faz el brillo de la sabiduría y de la pureza, Adonías se alegró por haber encontrado a aquél a quién podría honrar. Aquél joven, que era una copia fiel del príncipe, se llamaba Samael.
Colocándole un anillo en el dedo, el rey lo condujo al palacio, donde, fue recibido por Melquisedec que le ofreció muchos presentes, entre los cuales el derecho de estar siempre a su lado.
Adonías preparó un gran banquete en honor de Samael, para el cual todos fueron convidados. Al contemplarlo al lado del rey, los súbditos lo aclamaron con alegría, acreditándolo ser el propio príncipe.
Exaltaban con júbilo las virtudes de aquél hermoso joven, cuando se manifestó Melquisedec, colocándose con una sonrisa a la derecha de su padre.
En el banquete, Samael fue honrado por todos. Realmente él era digno de residir en la mansión del monte, pues había en él un reflejo perfecto de las virtudes que coronaban al amado príncipe.
Salem crecía en felicidad y paz. Con alegría, los súbditos se reunían cada día al amanecer para oír, cantar y tocar las sublimes composiciones de Melquisedec, que inspiraban a actos de bondad y paz.
Entre las amistades nacidas y fortalecidas en virtud de la música armoniosa, sobresalía aquélla que unía al príncipe con Samael. Desde que había comenzado a residir en la mansión del monte, Samael se había convertido en su compañero constante. Juntos pasaban largas horas, meditando sobre las leyes del pergamino. Con admiración, el súbdito honrado veía al hijo de Adonías transformar aquellas leyes en lindas canciones. Las dulces melodías nacían de sus labios como el perfume de una flor.
Consiente de la importancia de la música en la preservación de la armonía y paz en Salem, el príncipe, además del canto, comenzó a dedicarse a la música instrumental, siendo su instrumento preferido el laúd. Era por medio de ese instrumento que conseguía expresar con mayor perfección la riqueza de su alma.
De los seis años de prueba, cinco, finalmente pasaron. Adonías, feliz de ver que hasta entonces todos los habitantes de Salem habían permanecido leales a los principios contenidos en el pergamino, los convocó a un banquete, en el cual haría importantes revelaciones.
Habiendo tomado sus lugares delante del trono, los súbditos, con alegría unieron las voces entonando los cánticos de la paz, siendo regidos por Samael.
Después de oírlos, el rey, emocionado, se dirigió a su hijo, abrazándolo en medio de los aplausos de la multitud agradecida. Todos reconocían que la paz y la alegría en Salem, eran en gran medida debidas al amor y dedicación del amado príncipe, que era el autor de aquellas dulces canciones.
En aquel momento de reconocimiento y gratitud, Adonías reveló sus planes mantenidos hasta entonces en secreto. Con voz pausada, les dijo:
—Súbditos de este reino de paz, mí alma esta repleta de alegría por contemplar en este día vuestros rostros más radiantes que en tiempos pasados. Vuestras vestiduras continúan blancas y puras, como cuando las recibisteis de mis manos. La armonía de vuestras voces e instrumentos, hoy son mejores.—
Habiendo dicho estas palabras, el rey agregó con solemnidad:
—Un año de prueba todavía resta, al final del cual seréis examinados. Permaneciendo fieles como hasta aquí, seréis honrados siendo confirmados como súbditos de este reino de paz. No obstante, si alguien fuera hallado en falta, será desterrado, aún y cuando este juicio nos traiga mucha tristeza y sufrimiento. —
Las palabras del rey llevaron a los súbditos a una profunda reflexión. Todos, examinándose, indagaban reverentes: — ¡¿Estaremos aprobados?!—
Seguros de que serían victoriosos, pues amaban a Salem y sus leyes, unieron las voces en un cántico expresivo de fidelidad. Al terminar el cántico, Adonías les reveló su gran secreto:
—Aquéllos que fueren aprobados, heredando este reino de paz, recibirán como rey a mi hijo, a quien daré el trono glorificado de esta Salem Victoriosa. —
La revelación del rey fue aclamada por todos con mucho júbilo. Adonías, sin embargo, todavía no les había revelado todo su plan, por eso pidiéndoles silencio, prosiguió:
—Mi hijo empuñará un cetro especial, en el cual sellaré todo el derecho de dominio, su cetro, simbolizando toda la armonía, será un laúd. —
Ante esta revelación que a todos sensibilizó, el príncipe postrándose a los pies de su padre, lloró motivado por mucha alegría. Mientras tanto, todos le aplaudían con euforia, anhelando ver el amanecer de ese día en que la paz sería victoriosa.
Adonías, llamando a Samael a estar junto a su hijo, concluyó diciendo:
—En el gobierno de esta Salem victoriosa, tengo el propósito de hacer de Samael el primero después de Melquisedec. A él será confiado el pergamino de las leyes, debiendo ser el guardián de la honra de este reino triunfante. —
Samael, al conocer los planes de Adonías en cuanto al futuro de Salem, se llenó de euforia. Contemplaba ahora risueño aquella ciudad sin igual, imaginando su futuro de gloria. Considerando las palabras del rey, de que él sería el segundo en el reino, se dejó dominar por un sentimiento de exaltación. Él, que hasta entonces, en obediencia a las leyes del pergamino, había vivido una vida de humildad, comenzó a enorgullecerse de su posición. En su devaneo se sentía junto al trono, teniendo a los súbditos de Salem a sus pies, aclamando con alabanzas su grandeza. Samael, totalmente dominado por ese sentimiento, no se daba cuenta de que estaba siendo conducido por un camino peligroso. El orgullo que lo seducía, estaba generando el egoísmo que luego se manifestaría en codicia.
Una semana después de la revelación de Adonías, los súbditos promovieron una fiesta en homenaje a Melquisedec, el futuro rey de Salem. Viéndolo aclamado por tantas alabanzas, Samael tuvo el corazón arrebatado por un extraño sentimiento de envidia, fruto del orgullo y del egoísmo. No podía soportar el pensamiento de ser dejado en segundo plano. ¡¿Acaso no era él tan hermoso y sabio como el príncipe?! Era casi imposible disfrazar tal sentimiento de infelicidad.
En tiempos pasados, Samael encontraba indescriptible placer en los momentos en que, al lado del príncipe, recitaba las leyes contenidas en el pergamino, que eran transformadas en lindas canciones. Ahora, tales momentos se tornaron desagradables, pues aquellos principios contrariaban sus ideales. Decidió, sin embargo, no revelar sus sentimientos de rebelión. Soportaría el anticuado pergamino hasta que, con su autoridad, pudiese excluirlo del nuevo reino que sería establecido. ¿No sería acaso él el guardián de aquellas leyes? Esa "victoria" procuraría alcanzar mediante su influencia y sabiduría.
Juzgando poder influenciar al hijo de Adonías con sus sueños de grandeza, Samael se aproximó hasta él con euforia, y comenzó a hablarle de las glorias del reino venidero, donde los dos, cubiertos de honores, disfrutarían de las alabanzas de una Salem victoriosa. Serían ellos los héroes del más perfecto reino establecido entre los hombres.
Las delirantes palabras del súbdito honrado trajeron preocupación y tristeza al corazón del joven príncipe, pues no reflejaban las enseñanzas de amor y humildad del pergamino.
Viendo a su amigo íntimo en peligro, Melquisedec, con una ternura jamás revelada, lo condujo al lado del trono, donde, tomando el pergamino, comenzó a leer compasivamente los siguientes párrafos:
—El reino de Salem será afirmado sobre la humildad, pues esta virtud es la base de toda verdadera grandeza.
La humildad es fruto del amor, siendo contraria al orgullo, que puede mantener a una criatura apresada al polvo, haciéndola contentarse con sus limitaciones, engañándola como si las mismas fueran de infinito valor.
La humildad consiste en el olvido de sí mismo, y este, en una vida de abnegado servicio por los semejantes. —
Samael, esforzándose por encubrir su indignación ante la lectura del pergamino que para él era anticuado, dijo al príncipe, en tono de consejo de amigo:
—Mi buen amigo, reinaremos en una Salem victoriosa, que fulgurará muy por encima de este pergamino, cuyos principios fueron cumplidos fielmente en estos años de prueba. ¿Acaso la plena libertad no será la gloria de Salem? Pues sabed que, la completa libertad no coexistirá con estas leyes, cuyo objetivo se encierra al término de los cinco años. Corresponde a nosotros dos coronar a Salem con el honor de una total libertad, que generará una felicidad sin fin. Tal libertad es imposible que exista bajo las limitaciones del pergamino. —
El hijo del rey se estremeció mucho ante las palabras de su amigo, que evidenciaban locura. ¡¿Cómo liberarlo de ese camino de muerte?!
Nadie en Salem, además de Melquisedec, conocía la triste condición de Samael. Con paciencia, el príncipe procuraba concientizarlo del valor real del pergamino, cuyas leyes no podrían jamás ser alteradas, pues esto ocasionaría el fin de toda la paz.
Los consejos del príncipe finalmente despertaron su corazón. Meditando en sus palabras, se concientizó de estar siguiendo por un camino engañoso.
Al ver en los ojos de aquél a quién tanto amaba las lágrimas del arrepentimiento, el hijo de Adonías se alegró con su victoria sobre el orgullo y el egoísmo.
Los días que siguieron a la liberación, fueron llenos de realizaciones; El príncipe se mostraba aún mas amigo, dispuesto a dar todo de sí mismo de modo que su compañero pudiese proseguir triunfante en el camino de la humildad. En aquellos días de júbilo, fue dado a él el honor de conocer el cetro que estaba siendo moldeado.
En un momento de descuido, Samael que había vuelto a disfrutar de paz en el espíritu, permitió que su corazón nuevamente estuviera poseído por un sentimiento de grandeza, que hizo desencadenar una nueva tormenta en su alma. Ese sentimiento mezcla de orgullo y codicia le sobrevino en el momento en que el príncipe le mostraba el laúd dorado, en el cual estaba siendo impreso el sello de todo el dominio.
Desde su mansión Samael contemplaba a Salem en su resplandor matinal. Viéndola, cual novia adornada a la espera de su rey, la codició. En su delirio comenzó a formular planes de conquista. Ya podía sentirse exaltado sobre su trono, teniendo en las manos el cetro precioso. Todos lo aclamarían como el libertador de la opresión de aquellas leyes. Salem sería un reino de completa libertad y placer. Dominado por esta codicia, comenzó a maquinar planes de conquista.
Samael decidió actuar sutilmente entre los súbditos, llevándolos a ver en el pergamino alguna imprecisión a la libertad real. En su misión de engaño, actuaría con aparente bondad, mostrando interés por el crecimiento de la felicidad de todos.
Poniendo en práctica sus planes, comenzó a visitar a los súbditos en sus mansiones, hablándoles de las glorias del reino venidero, donde disfrutarían una completa libertad.
Grande era su influencia en Salem. Todos admiraban su belleza y sabiduría, teniéndolo como un perfecto apóstol de la justicia y del amor. Nadie podía imaginar que en medio de aquella atmósfera de júbilo y gratitud una trampa sutil estaba siendo colocada, en las garras de la cual muchos podrían caer por descuido.
En su seductora misión, Samael no hablaba contra el pergamino, no obstante, lo elogiaba por haber ejercido en aquellos seis años prontos a finalizar, una misión de prueba. En su lógica, sin embargo, procuraba mostrar que, en el reino venidero, cuando todos estuvieran aprobados, estarían por encima de aquellas leyes. Sus argumentos, aparentemente correctos, le preparaban el camino para afirmar abiertamente que, en el nuevo reino, la existencia del pergamino, sería una traba a la concretización de la verdadera libertad.
Las semillas de la rebelión lanzadas por Samael no tardarían en germinar en el corazón de muchos en Salem. Esto acontecía a seis meses del Yom Kipur, cuando el destino de todos sería sellado. Un tercio de los habitantes, seducido por el terrible engaño, lo exaltaba ahora, en completo desprecio a las leyes y al príncipe, a quiénes juzgaban de anticuados.
Adonías, que sufría al ver el surgimiento de toda esta rebeldía, convocó a los súbditos a una reunión de emergencia. En la faz de todos se podía ver las contrastantes disposiciones.
Con voz compasiva, el rey comenzó a revelarles, como jamás lo había hecho antes, la gran importancia de las leyes registradas en el pergamino, mostrando que ellas eran la base de toda la prosperidad y paz. Si tales leyes fuesen excluidas, toda felicidad y gloria se extinguirían, dando lugar al caos.
Después de mostrar la necesidad de las leyes, Melquisedec, movido por un fuerte deseo de salvar a aquéllos a quienes tanto amaba, levantó el pergamino delante de todos y, con voz llena de bondad les ofreció el perdón y la oportunidad de volver a iniciarse en el camino de la paz. Sus palabras a todos conmovió, logrando que hasta el mismo Samael estuviese al principio motivado, sin embargo, el orgullo le impidió de nuevo el arrepentimiento. De esta manera, el súbdito honrado, cuando todavía podía mirar arrepentido hacia el pergamino, se endureció en su rebeldía, decidiendo continuar hasta el fin. Esta decisión, todavía, no la manifestaría prontamente, pues había idealizado un plan traicionero.
Al finalizar el encuentro de oportunidad, Samael convocó a sus seguidores a una reunión secreta, que fue realizada bajo el manto de la noche, junto al riachuelo de Cedrón que estaba fuera de los muros de Salem.
Después de maldecir el pergamino y a todos aquéllos que lo defendían, comenzó a hablarles de sus planes de venganza y traición:
—Como vosotros sabéis, los seis años de prueba se están agotando, restando, a partir de hoy, veinticuatro semanas para el día de la coronación. Si vosotros quisierais tenerme como rey en lugar de Melquisedec, podré robarle el cetro, apoderándome del reino. —
Samael comenzó a explicarles los lanzamientos de la traición, dándoles las debidas orientaciones sobre la manera de actuar a partir de aquella fecha:
—Necesitamos mantener una apariencia de fidelidad al pergamino y al príncipe hasta que llegue el momento de actuar. El golpe será dado en la noche que antecede al día de la coronación. A la media noche, furtivamente nos ausentaremos de Salem. Robaré en esa noche el cetro y, juntos, huiremos hacia el profundo valle donde están las ciudades de Sodoma y Gomorra. Allí nos armaremos, y marcharemos contra Salem, subyugando a nuestros enemigos. Acabaremos entonces con el pergamino y con todos aquéllos que se rehusaren rendir obediencia a nuestro gobierno. —
Sobrevinieron días de aparente tranquilidad y paz, Samael, fingiendo fidelidad, estaba siempre al lado del príncipe, demostrando admiración por sus nuevas composiciones que exaltaban las leyes del pergamino. Los seguidores de Samael, de la misma manera, unían las voces en alabanzas que expresaban la grandeza de los principios a los cuales repugnaban.
Melquisedec, lleno de alegría por ver aproximarse el día de su coronación, ensayaba con los súbditos los cánticos de la victoria, los cuales había compuesto especialmente para aquella ocasión. Con felicidad hablaba a todos sobre sus sueños en tornar a Salem cada vez mas llena de honra por su belleza y armonía.
Samael, en su maldad oculta, se burlaba del príncipe. Ya preveía el dolor que le ocasionaría el golpe de la traición.
En aquellos días de aparente paz, el súbdito rebelde procuró conocer el lugar en que el cetro estaría oculto hasta el día de la coronación. El príncipe, sin desconfiar, le reveló todo el secreto: la sala, el cofre con su enigma, el rico estuche y, finalmente el tesoro. Contemplándolo el astuto Samael se animó al ver impreso en su parte convexa el sello del dominio; Comprendió que, aquél que lo poseyera, tendría en las manos el reino de Salem. Solamente algunos días, pensó él, y tendría bajo su poder aquel precioso instrumento.
El sol declinó trayendo a Salem el día que significaría victoria o derrota.
Poco antes del anochecer, Samael había dejado el palacio donde había pasado todo el día al lado del príncipe, ayudándole en los preparativos para la ceremonia de la coronación. Dirigiéndose hacia su mansión, saludó las tinieblas con una malvada sonrisa. ¡Cuánto había anhelado por aquella noche!
Mientras que los fieles, embelesados por la emoción de la feliz victoria, revisaban bajo la luz de candelabros los adornos de sus instrumentos, de sus vestiduras y mansiones, certificándose que serían aprobados a la mañana siguiente, Samael y sus seguidores hacían sus últimos preparativos para blandir el golpe.
A la media noche, siguiendo las instrucciones de Samael, todos sus seguidores abandonaron silenciosamente sus mansiones, dirigiéndose al profundo valle de Cedrón, donde esperarían a su nuevo rey.
Samael, a su vez, se dirigió a los fondos del palacio, por donde esperaba entrar sin ser notado, yendo al encuentro del cetro. Evitando hacer cualquier ruido, traspasó el portal, dirigiéndose silenciosamente a la sala que guardaba el precioso cetro.
En aquel momento, el príncipe que, insomne rodaba en su lecho, presintiendo algún peligro, se dirigió al cuarto de su padre y lo despertó diciendo:
—Padre mío, oí ruidos de pasos en el interior del palacio. —
Acariciando la cabeza de su hijo, Adonías, somnoliento le respondió:
—Hijo, no te preocupes. Acuéstate conmigo y duerme tranquilamente. De aquí a poco rayará el amanecer y tú tendrás en las manos el laúd dorado. —
El príncipe, tranquilizado por las palabras confiables de su padre, se entregó a un sueño de lindos sueños en el que vivía al lado de Samael y de todos los súbditos de Salem, los momentos festivos de la coronación. Mientras que esto sucedía, el rebelde con las manos temblorosas, se apoderaba del cetro. En aquel momento, tuvo la idea de llevarse solamente el laúd, dejando el estuche en su debido lugar. Con una sonrisa llena de maldad, imaginó el momento en el que el rey entregaría a su hijo aquel estuche vacío.
Llevando consigo el cetro, Samael se dirigió apresuradamente al lugar donde sus seguidores lo esperaban. Al encontrarlos, dio paso a todo su orgullo proclamando:
—Ahora yo soy el rey de Salem. ¿Quién posee un cetro como el mío? Con él domino la tierra y el mar. Mi fuerza está en las tinieblas, pues a través de ellas lo conquisté. —
Festejando la victoria, la turba ruidosa se separó para distanciarse de Salem, siguiendo rumbo a las ciudades corrompidas de la planicie, donde pre-tendían armarse para la conquista de su reino.
El sol apareció en el horizonte, trayendo la luz del día de la expiación (Yom Kipur). Despertando de su sueño de lindos sueños, el príncipe se alistó para la ceremonia del juicio y de la coronación. Vestiduras especiales de lino fino, adornadas con hilos de oro y piedras preciosas, le fueron preparadas. Después de vestirse, Melquisedec se encaminó al encuentro de sus súbditos, en el extremo sur de Salem. De allí los conduciría en una marcha festiva rumbo al palacio situado al norte, sobre el monte Sión.
Adonías, haciendo sonar un cuerno largo, convocó a todos para la reunión del juicio. Dejando sus mansiones, todos los restantes se dirigieron hacia la plaza de la puerta sur, llevando consigo sus instrumentos musicales.
Al encontrarse con aquéllos fieles, Melquisedec se sorprendió por la ausencia de muchos. Ese misterio le dolía en el alma, pues le ocultaba el rostro más querido de su amigo Samael.
Dejando a sus seguidores reunidos, el príncipe salió a la búsqueda de los ausentes. En su búsqueda infructuosa, se dirigió finalmente a la mansión del monte, donde llamó a Samael; Su voz, sin embargo, no trajo ninguna contestación más allá de un eco vacío, que traducía ingratitud.
Leyendo en el triste vacío la traición, sintió ganas de llorar. En un solo momento le vino a la mente todo el pasado de aquél a quién había buscado con tanta dedicación conservarlo en su gloria, a través de consejos sabios. Recordó aquellos días que siguieron a su recuperación; ¡Cómo se había alegrado con la certeza de que su amigo nunca más volvería a caer! Llevándolo a presentir la tragedia, le vino a la memoria las indagaciones de Samael sobre el laúd, el cual le mostró en un gesto de amistad. El recuerdo de este hecho, sumado a los pasos oídos en el interior del palacio aquella noche, le dio la certeza de que Salem corría peligro. No soportando esa posibilidad de traición, se postró en llanto, herido por la terrible ingratitud de aquél a quién había dedicado tanto amor.
Curvado por el dolor, permaneció por algún tiempo procurando encontrar algún consuelo. Secó finalmente sus lágrimas, decidido a hacer cualquier sacrificio a fin de devolver a Salem su gloria y poder, redimiéndole el cetro de las manos de la rebeldía.
Consolado por la certeza de la victoria, Melquisedec regresó al lado de los súbditos fieles. Ocultándoles su sufrimiento, así como el motivo de la ausencia de tantos, el príncipe los guio en una marcha triunfal rumbo al palacio.
Al aproximarse al monte Sión, subieron las blanquísimas gradas de la escalera, siendo seguido por la multitud triunfante. Le dolía en el alma la expectativa de ver morir en los labios de los fieles, en aquella mañana, su alegre canto, debido al golpe de la traición.
Se encontraba ahora en el interior del palacio, delante del magnífico trono que esperaba al joven rey. En la base del trono, yacía abierto, en medio de un arreglo floral, el pergamino de las leyes. Junto a él se podía ver la linda corona, hecha de oro y piedras preciosas, así como el estuche de aquél cetro que simbolizaba toda la armonía de Salem.
Los súbditos estaban felices, pues sabían que serían hallados dignos de heredar aquel reino de paz. Aguardaban ahora el momento de la coronación, cuando su nuevo rey los regiría desde su trono con su precioso cetro, en un cántico triunfal.
En medio de los aplausos de las huestes victoriosas, Melquisedec se dirigió hacia su padre, que le recibió con un cariñoso abrazo. El momento era en verdad solemne. Las huestes se silenciaron a la expectativa de la coronación. El estuche sería abierto y, todos atestiguarían la exaltación del amado príncipe.
Con el corazón latiendo fuertemente por la alegría, Adonías se agachó hacia el estuche, abriéndolo cuidadosamente; Cuando al encontrarlo vacío, la alegría de su semblante dio lugar a una expresión de inexpresable preocupación y tristeza, pues en aquel cetro se había sellado el destino de aquel reino de paz.
6 Al ver a su padre y a todos los súbditos afligidos por la ausencia del cetro y de tantos amigos que deberían estar con ellos en aquel momento, Melquisedec los consoló con la promesa de que buscaría el cetro. Inconscientes de los riesgos y peligros que le esperaban al príncipe en su camino, los súbditos se despidieron de él, viéndolo partir apresuradamente.
El amanecer de aquel día que sería el de la coronación, alcanzó a los rebeldes distantes de Salem, en camino a las ciudades de la planicie. En aquella mañana, Samael se llenó de furia al ver que el precioso laúd estaba adornado con inscripciones de las leyes contenidas en el pergamino. Tomando una piedra puntiaguda, comenzó a dañar el cetro, raspándole todas las palabras de amor y justicia. Sus armoniosas cuerdas estaban ahora desafinadas sobre su parte convexa herida, mas continuaba siendo precioso, pues sobre él yacía sellado el dominio de Salem. Poseerlo, significaba ser el dueño de todo el poder.
Al llegar a la altura en que el camino se ramificaba, Samael ordenó a sus seguidores que prosiguieran rumbo a Gomorra, mientras que él iría hasta Sodoma, donde permanecería por dos días, uniéndose después a ellos.
Esperó la noche para entrar en Sodoma. Cuando entró allí, caminó por las calles estrechas sin ser notado, hasta encontrar una casa aislada sobre una elevación. Haciendo del cetro su arma, invadió la casa matando a sus moradores, mientras que dormían. Se posesionó de esa manera de aquélla residencia donde, solitario, maquinaría sus planes para la toma de Salem.
El atardecer de aquel día que seria el de la coronación, alcanzó al hijo de Adonías al caminar por el pedregoso camino rumbo al valle. Sus ojos estaban cargados de tristeza y ansío se voltearon hacia el suelo, en busca de los rastros de los rebeldes. El recuerdo de la ingratitud de aquéllos a quiénes tanto amaba, lo hizo llorar. Sus lágrimas, reflejando los últimos destellos de aquel sol poniente, se asemejaban a gotas de sangre fluyendo de un corazón herido. Él lloraba no por causa de los peligros que le sobrevinieran en aquella fría noche, sino por la infeliz suerte de aquéllos que habían cambiado la paz de Salem por la violencia de aquellas ciudades de la planicie.
Su único consuelo era el recuerdo de aquéllos que, a pesar de todas las tentaciones, habían permanecido fieles. A ellos les había prometido devolver el cetro, y esto lo conseguiría a pesar de cualquier sacrificio.
Después de una larga noche de insomnio en que el príncipe estuvo recostado al lado del camino, rayó la luz de un día que sería decisivo.
Al aproximarse a Sodoma en aquella mañana, el pensamiento de estar tan próximo al cetro de su amada Salem, hizo que se olvidara de toda la fatiga, acortando sus pasos rumbo al desafío.
Al abrirse la gran puerta de la ciudad, le sobrevino un temor, al oír ruidos espantosos de desarmonía, que traducían el orgullo, el egoísmo y la codicia que allí dominaban en todos los corazones, haciéndolos explotar en la orgía de una maldad sin fin.
Sería un gran riesgo exponerse a la violencia gratuita de aquella ciudad. Este pensamiento lo hizo detenerse a un paso del portal, donde estremecido inclinó la frente en una inexpresable lucha interna. Era tentado a retirarse, pero luchaba con todas las fuerzas de su alma contra ese pensamiento de fracaso.
Pensando en la triste suerte de Salem, cuyo dominio estaba siendo pisoteado en el interior de aquella cruel Sodoma, Melquisedec tomó una firme decisión: como un temerario guerrero habría de avanzar, y, ciertamente aún y cuando tuviese que hacer frente a la acumulación de todos los peligros, proseguiría, hasta levantar en sus manos victoriosas el cetro amado.
Resuelto y esperanzado, atravesó la puerta de Sodoma, zambulléndose en aquel mundo extraño. Todo allí era lo contrario de Salem, comenzando con las piedras ásperas y sucias de sus construcciones. Sodoma era un reino de tinieblas.
La presencia contrastante del príncipe pronto fue notada por muchos que, en tumulto lo cercaban. La pureza del carácter expresada en su magna faz y el esplendor de sus vestiduras, los llenaba de espanto, y se retiraban como vencidos por una fuerza invisible. Dominados por la furia, comenzaron a perseguirlo a distancia, decididos a hacerlo huir. Le arrojaban piedras y fango intentando mancharle las vestiduras, mas no le atinaban, mientras tanto él avanzaba en su ansiosa búsqueda. Finalmente desistieron de perseguirlo, al atardecer.
El hijo de Adonías recorrió todas las calles y callejones en la búsqueda del precioso cetro, mas fue en vano. Al ver declinar en el horizonte el sol, anunciando la llegada de una oscura y fría noche más, su corazón fue presa de una gran agonía. Allí, en aquel último callejón, casi vencido por el agotamiento y por la desesperanza, inclinó la frente, desfalleciéndose en llanto. Sus labios, pronunciaron en medio de sollozos las siguientes palabras:
— ¡Salem, Salem, tú no puedes perecer! ¡Tu cetro necesita ser redimido de las garras de la rebeldía! ¡¿Mas cuándo y dónde voy a encontrarlo?! ¡Ya no quedan fuerzas en mí, y la esperanza de redimirlo antes de la noche me abandona!—
El príncipe, en su suprema angustia, no percibía que otro gemido de dolor, procedente de cuerdas reventadas de un laúd humillado, se hacía oír en aquel atardecer.
Súbitamente, el débil gemido penetró sus oídos, reanimándolo con la certeza de que el gran momento de la redención había llegado. Secándose las lágrimas, reunió las últimas fuerzas corriendo en dirección de una pequeña casa situada sobre un monte, de donde parecía venir el sonido.
Al dirigirse a la puerta entre abierta, se detuvo al contemplar una escena contrastante, de humillante esclavitud: Samael, envuelto por un manto sucio, castigaba el cetro de Salem. Tanto el joven como el cetro se hallaban tan desfigurados, que no quedaba en ellos casi ningún rasgo de la gloria perdida. Aquel cetro, sin embargo, ciertamente arrasado como estaba, era muy valioso, pues en él yacía el sello del dominio de Salem.
La contemplación de aquél que había sido su mejor amigo y de aquel cetro idealizado como símbolo de toda la armonía, en tan trágica condición, conmovió profundamente al príncipe, haciéndolo llorar en alta voz. Solamente hasta entonces el súbdito rebelde percibió su presencia indeseada. Estremecido, se levantó, y, lleno de ira le preguntó:
— ¿Qué es lo que te trajo a Sodoma?—
Indicando hacia el cetro dañado, Melquisedec exclamó:
— ¡¡¡La gloria de Salem está destruida!!!—
Con una carcajada, Samael se burló de su tristeza, diciendo:
—Ahora yo soy el rey de Salem. Vosotros que sois fieles al pergamino, os convertiréis en mis esclavos. —
Sin darle importancia a las palabras de afrenta de Samael, el príncipe, movido por una angustia infinita, le dijo:
—Samael, Salem está herida por tu traición. ¡¿Por qué cambiasteis tu hogar de justicia y amor por este valle de injusticia, odio y muerte?! Ahora, si no deseáis volver arrepentido a Salem, devuélvele el cetro. Fue para redimirlo que, menospreciando todos los peligros, descendí a este valle hostil. —
Conociendo el propósito del príncipe, el rebelde se llenó de rabia y cerrando los puños le dijo:
— ¡Yo te odio Melquisedec!—
Habiendo dicho esto, lanzó el cetro al suelo, y pisoteándolo agregó:
—Tengo deseos de hacer lo mismo contigo. —
Delante de esa afrenta, el príncipe no sentía ningún temor, sino compasión. Trasportándose al feliz pasado, se acordaba de los momentos felices en que tenía siempre a su lado a Samael; Él era un joven puro y humilde de corazón; ¡¿Por qué había permitido ser esclavizado por la ilusión del orgullo y del egoísmo?! ¡Cuán doloroso era ver aquél joven que, por su belleza y simpatía, había sido honrado por encima de todos los súbditos, ahora arruinado por la codicia! ¡¿No había sido acaso el sueño del príncipe tener junto a su trono glorificado, a aquél a quien él consideraba el más preciado amigo?! Esta tragedia le hería el alma. No obstante, la triste condición del cetro lo afligía aún más, pues este había sido hecho como el símbolo de toda la armonía, y estaba siendo destruido bajo los pies de la ingratitud.
Sorprendido de no ver en los ojos de Melquisedec ninguna expresión de temor, sino de piedad, Samael se sintió frustrado en sus afrentas que tenían como objetivo amedrentarlo, llevándolo a desistir de su misión.
Ante la digna postura del príncipe, que en silente dolor lo contemplaba, se sintió avergonzado. Esa debilidad, sin embargo, fue desterrada por el orgullo que dominaba su corazón. Comenzó entonces a planear algo terrible, para humillar y herir al príncipe, haciéndolo sufrir todavía más. Con escarnio le dijo:
—El cetro de Salem podrá ser tuyo, si consigues pagarme el precio de su rescate. —
Con un brillo en los ojos, el príncipe le preguntó:
— ¿Cuál es el precio?—
Samael, con una sonrisa maliciosa, pausadamente le contestó:
—El precio no es oro ni plata, sino dolor y sangre. Tú deberás desnudarte completamente de vuestras vestiduras, acostándote en el suelo. Deberás soportar en esa condición, golpes, hasta que el sol se ponga. Si tú estuviereis dispuesto a someterte a mí, sin reaccionar, el cetro será enteramente tuyo. —
Estremecido ante tan cruel propuesta, el hijo de Adonías miró hacia el sol que reposaba distante sobre una nube. Comenzó entonces a trabar una intensa lucha en su corazón. Al principio, el horror del sacrificio casi lo dominó, animándolo a retirarse, pero el pensamiento de ver a Salem esclavizada por la rebeldía, lo condujo finalmente a la decisión de pagar el precio del rescate, entregándose al humillante sufrimiento.
Habiendo tomado la firme decisión de rescatar el cetro, el príncipe, tiró las vestiduras, colocándolas sobre una piedra. Se acostó en seguida en aquel suelo frío, con la frente vuelta hacia el poniente.
Sin piedad, Samael comenzó a azotarlo, haciendo uso del propio cetro como instrumento de tortura. Gimiendo por el dolor de los golpes que lo hacían sangrar, el príncipe mantenía la mirada fija en el sol que parecía detenerse sobre la nube. Aturdido por el dolor, contempló finalmente el sol pronto a ponerse. Alentado por la victoria que se aproximaba, murmuró en voz baja:
—Salem, Salem, de aquí a poco tendré en mis brazos tú preciado cetro que, en mis manos, se convertirá en un instrumento de justicia y paz. —
Oyendo la promesa que el príncipe hizo entre gemidos, Samael le vociferó con furia:
—Tú sufrimiento no traerá ningún amanecer para Salem, pues tus manos jamás serán capaces de tocar en el cetro. —
Después de hacer esa afrenta, Samael se posesionó de una piedra puntiaguda, preparándose para asestar los últimos golpes.
Mientras pensaba en la feliz victoria de Salem, Melquisedec sintió su brazo derecho siendo comprimido por los pies de Samael. Seguido a este rudo gesto un golpe que lo hizo contorsionarse en agonía. Su mano había sido cavada cruelmente, comenzando a brotar abundante sangre de la herida abierta. Esa misma violencia fue descargada después sobre su mano izquierda.
No soportando la agonía causada por esos desgarradores golpes, el hijo de Adonías, ensangrentado, se sumergió en las tinieblas de un profundo desmayo.
Al cesar de golpear al príncipe, el súbdito rebelde fue poseído por un extraño horror al contemplar en la faz de aquél que solamente le había hecho el bien, el sopor de la muerte. Procuraba no recordar el pasado, pero, irresistiblemente, sentía ser arrastrado a los días de su feliz inocencia en Salem. Revestido de ricas vestiduras estaba siempre al lado del príncipe que, con dedicación, le enseñaba cada día sus canciones que hablaban de la paz.
En los indeseados recuerdos por los cuales era arrastrado, revivió sus primeros pasos en el camino del orgullo y del egoísmo. Se acordó de los incesantes consejos y ruegos de aquél que había sido su mejor amigo, para que desistiera de aquel camino que podría conducirlo a la infelicidad.
Después de ser arrastrado en recuerdos por todo aquel pasado de felicidad destruida por su culpa, Samael tuvo conciencia de su ingratitud. Horrorizado por lo que había hecho, se inclinó sobre el cuerpo ensangrentado de Melquisedec, y se desesperó al verlo sin vida. No soportando el peso de la gran culpabilidad, dejó aquel lugar apresuradamente, deseando ocultarse lejos, bajo las tinieblas de la noche fría.
Después de un profundo desmayo, el príncipe comenzó a recobrar la conciencia; En delirios que lo transportaban al seno de su amada Salem, él revivía momentos vividos y soñados: Con alegría contemplaba la faz de su mejor amigo, a quién extendió la mano con una sonrisa. Pero su gesto fue frustrado por un profundo dolor. En medio de los aplausos de los súbditos victoriosos, recibió de su padre el cetro, pero al tocarlo, sintió un dolor irresistible en sus manos.
Con estos sueños frustrados por el dolor, Melquisedec despertó a la realidad. Estaba desnudo, herido y solitario, en un lugar peligroso, lejos del abrigo y del cariño de Salem. Más doloroso era pensar que todo aquello había sido la retribución de alguien que había sido el blanco principal de todas las dádivas de su amor.
El príncipe, sin poder moverse, considerando la gran traición comenzó a llorar sin consuelo. Lamentaba no por su dolor, sino por la perdición de aquéllos que habían cambiado el cariño y la justicia de Salem por el desprecio y el odio que los reduciría finalmente a cenizas sobre aquel valle condenado.
A través de las lágrimas, el príncipe contemplaba el cielo que, semejante a un manto entintado de sangre, se extendía bañado en la luz del sol poniente. Se acordó entonces del laúd por el cual había pagado tan alto precio. ¿Dónde estaría él?
En su desesperada fuga, Samael había dejado el cetro abandonado junto al cuerpo herido de Melquisedec. Cuando él lo vio, se olvidó de todo el dolor, y lo abrazó con sus manos heridas. Acariciándole la parte convexa arruinada, con una sonrisa le dijo:
—Tú eres mío nuevamente. “Yo te compré con mi sangre".—
Samael que, dominado por el extraño horror, había huido después de cometer el horrible crimen, se detuvo a un paso de la puerta de Sodoma. Allí, impulsado por el orgullo, se arrepintió con indignación de su flaqueza. ¿Por qué había huido después de conquistar tan grande victoria? ¿No era su plan destruir el reino de Salem, para establecer su propio reino? Acordándose del cetro, decidió regresar para tomarlo. ¿Por qué lo había dejado abandonado junto al cadáver de aquél odiado príncipe?
Juntando sus pocas fuerzas, Melquisedec se dirigió entorpecido al lugar donde había dejado sus vestiduras.
Después de vestirse, teniendo junto al pecho el cetro amado, el hijo de Adonías, con profunda emoción hizo un juramento antes de dejar aquel lugar de su sufrimiento. Acariciando el cetro le dijo:
—Mi amado cetro, fuiste creado como un emblema de la armonía que procede de la justicia y del amor. Toda la gloria de Salem reposaba sobre ti cuando la rebeldía en su ingratitud te esclavizó, arrastrándote hacia este valle hostil. Aquí tú fuiste herido y humillado, llegando a convertirte en un instrumento de impiedad en las manos del tirano. Yo, sin embargo, te redimí con mi sangre. Ahora nuestras heridas serán restauradas, y en breve seremos entronizados en medio de las alabanzas de una Salem victoriosa. Cuando este sueño se concretice, atestiguaremos juntos el final de aquéllos que se levantaron contra nosotros para herirnos. Samael y sus seguidores serán devorados por el fuego que reducirá a cenizas a Sodoma y Gomorra. —
Concluyendo su solemne juramento, el joven príncipe, ya oculto por las tinieblas de la noche dejó aquella colina, y sobre ella las marcas de su sufrimiento.
Desde que el hijo del rey había partido, prometiendo regresar con el cetro, Salem vivió momentos de indecible ansiedad. En llanto, el rey y los súbditos restantes se acordaban de todo aquel feliz pasado deshecho por la ingratitud de los rebeldes. Lo que más les torturaba era la ausencia del príncipe y del cetro, sin los cuales todo el brillo de aquel reino de paz se ofuscaría.
Deseando consolar el corazón de sus súbditos, Melquisedec avanzaba en medio de la noche rumbo a los montes que rodeaban a Salem. Aún debilitado y herido, proseguía en su marcha ascendente, esperando alcanzar su patria por la mañana.
Aquella noche larga y oscura finalmente fue vencida por los rayos del amanecer. En Salem la esperanza de volver a ver a Melquisedec con su cetro estaba casi abandonada cuando, al mirar hacia el Monte de los Olivos, le vieron descendiendo por el camino de Getsemaní. Cuando lo encontraron en el profundo valle de Cedrón, quedaron asustados con su aspecto: su cara estaba pálida y su manto empapado en sangre. Precisamente aún así, él sonreía expresando gran alegría.
Al preguntarle ellos sobre el porque de aquellas marcas de sangre, Melquisedec sacó de debajo de su manto sus manos heridas, mostrándoles en medio de ellas el cetro redimido.
Después de contarles los pasos que lo llevaron al rescate del cetro, los súbditos, enmudecidos, se postraron reverentes a sus pies, aclamándolo como su redentor y rey.
En medio de las alabanzas de las huestes redimidas, el príncipe fue introducido en el palacio real, donde bajo los cuidados de su amoroso padre, debería recuperarse de su sufrimiento. El cetro desfigurado, ahora más preciado, sería también restaurado, debiendo convertirse aun más bello que antes.
El día de la coronación fue fijado para el próximo Yom Kipur. En aquel día, Melquisedec sellaría con el cetro restaurado el triunfo de todos los fieles, así como la condenación de los rebeldes.
Pocos instantes después de la salida de Melquisedec, Samael llegó al lugar en donde aparentemente lo había dejado sin vida, al lado del laúd. Sin entender aquella misteriosa desaparición, prosiguió él hacia Gomorra, donde sus seguidores lo esperaban. Al verlos, proclamó su "victoria" sobre el odiado príncipe y sobre el cetro, a quienes había masacrado en Sodoma, no restando a los seguidores del pergamino ninguna esperanza.
Sus palabras agradaron a la turba rebelde, que comenzó a conmemorar la "conquista" entregándose a la orgía. Se burlaban ahora de la justicia y del amor, exaltando a Samael como rey victorioso.
Ahora obtendrían armas, con el propósito de avanzar sobre Salem, asentándole el último golpe; Se unieron a ellos en sus maléficos propósitos, muchos criminales que fueron recibidos como maestros en el manejo de arcos y flechas.
En su locura, Samael ordenó la expulsión de todo calendario, pues en su reino de "libertad" no estarían sujetos a ningún cómputo de tiempo. Las leyes de la moralidad fueron también excluidas, surgiendo con eso un completo caos. Este desorden, se manifestó de manera más patente en el barullo estridente y cacofónico, al cual proclamaron como la nueva música.
Dominados por el egoísmo, Samael y sus seguidores se alimentaban de ilusiones, inconscientes de que sus días estaban contados. Los frutos de la rebeldía no tardarían en atraer sobre ellos el fuego de la destrucción.
Dividiendo a sus seguidores en grupos pequeños, Samael comenzó a comandarlos en actos violentos que aterrorizaban a los moradores de las planicies; Por ese tiempo, ellos se escondían en las cavernas situadas próximas al mar salado.
El respeto y el miedo de los guerrilleros de Samael, llevó finalmente a los reyes de cuatro ciudades a procurarlo, proponiéndole alianzas de paz. Ellos eran: Bara, rey de Sodoma, Bersa, rey de Gomorra, Senaab, rey de Adama, Semeber, rey de Seboim y Segor, el rey de Bela. Por esa época, estos reyes pagaban tributos a Cordolaomor, el rey de Elam que, acompañado por los ejércitos de otras cuatro ciudades, los habían subyugado en el valle de Sidim junto al mar salado.
Fortalecido por las alianzas, Samael se tornó mas osado en sus envestidas, llevando el terror y la destrucción a los territorios de ciudades distantes. Los ejércitos de Cordolaomor y sus aliados que en esos días regresaban de otras conquistas, enfurecidos por las provocaciones de Samael, marcharon contra los cuatro reyes, venciéndolos nuevamente en el valle de Sidim. Fue en esa ocasión que llevaron cautivos a los habitantes de Sodoma, entre los cuales se encontraba mi sobrino Lót.
Acobardados delante del furor de los cinco reyes, Samael y sus seguidores se escondieron en sus cuevas, al norte del mar salado.
Los doce meses contados a partir del gran sacrificio estaban casi por terminar. El cetro, totalmente restaurado, resplandecía en su estuche, mientras que el príncipe, igualmente restablecido de las heridas causadas por la rebeldía, se alegraba al ver llegar el Yom Kipur de su coronación. Mientras tanto, él componía lindas canciones que expresaban su amor por Salem.
En aquellos doce meses, la ciudad de la paz llegó a ser más bella, siendo adornada cual una novia para el grandioso día de la coronación.
A una semana para el Yom Kipur, Samael, totalmente inconsciente de que el día de su juicio se aproximaba, reunió a sus seguidores, anunciándoles que la próxima misión sería la conquista de Salem. Antes de que ellos avanzaran, sin embargo, él subiría solo para verificar los puntos vulnerables de la ciudad.
Después de ser aplaudido por la turba, Samael partió en su misión de reconocimiento. Mientras que avanzaba solo, procuraba no acordarse de aquéllos momentos que le trajeran terror por la culpabilidad, mas, dominado por una fuerza superior, fue arrastrado en sus recuerdos hacia aquel monte de la cruel tortura.
Todo su pasado comenzó a venirle a la memoria, como un peso desmoronador.
Cuando despertó de sus recuerdos de los cuales no consiguió huir, era ya de noche. La oscuridad que lo envolvía le pareció el presagio de un triste final. Ese desánimo, sin embargo, procuró desecharlo con el recuerdo del ejército que lo esperaba, listo para cumplir sus órdenes, en la conquista de Salem, donde no habría más recuerdos de aquél pergamino.
El amanecer lo alcanzó estando próximo a Salem. Al ver el monte de los Olivos, le vino el recuerdo de la última vez que lo traspasó, dejando tras de sí la ciudad vencida. ¿Cuántas noches habían pasado desde entonces? Él había perdido la noción del tiempo, no sabiendo que exactamente doce meses se habían pasado. No podía imaginarse que, rayaba en aquella mañana el Yom Kipur, el día de su juicio.
Al llegar a la cumbre del monte de los Olivos en aquella mañana, Samael se sorprendió al ver que la ciudad se había tornado más bonita que antes; Toda ella estaba adornada de ramos y de flores, como una doncella a la espera de su novio. Y sin embargo, Salem estaba abandonada, no teniendo ninguna señal de vida en todas sus mansiones. Esto lo hizo concluir que los golpes que habían aniquilado al príncipe y al cetro, habían traído como consecuencia todo aquel abandono. Él no sabía, sin embargo, que en aquel momento todos los remanentes de aquel reino, se encontraban ocultos en el gran salón del palacio, esperando el momento más glorioso, de la coronación de Melquisedec.
Imaginándose exaltado sobre el trono abandonado, teniendo a sus pies a los ejércitos victoriosos, el rebelde penetró en la ciudad, dirigiéndose apresuradamente al palacio. Al cruzar el portal principal que da entrada al salón principal, se llenó de asombro al ver allí reunidos una multitud de fieles. Sobre un tablado de oro, adornado de flores talladas en piedras preciosas, se encontraba el trono vacío. En la base del trono estaba el pergamino de las leyes, una corona de oro llena de piedras preciosas y el estuche que había dejado vacío en aquella noche de la traición. Sin entender el enigma, Samael se escondió por detrás de una columna, temiendo ser reconocido, y se mantuvo observando.
Los súbditos, con la expresión de feliz expectativa miraban hacia el trono vacío. ¿Dónde encontraban ellos motivos para toda esa alegría, si habían perdido a su rey juntamente con el cetro? Samael se preguntaba sobre ese misterio, cuando Adonías, aplaudido por los súbditos, se encaminó junto al trono. Con una voz llena de emoción por la victoria, el fundador de Salem anunció que había llegado el momento tan soñado de la coronación. Un grito de triunfo resonó por los aires cuando, anunciado por su padre, entró el príncipe amado encaminándose en dirección del trono. Al verlo cubierto por un manto de gloria, Samael fue poseído por un terrible pavor, y procuró huir. Descubrió, sin embargo, que todos los portales del gran salón estaban cerrados por fuera.
Dio inicio la ceremonia de la coronación. Era un momento en verdad solemne. Adonías, en un gesto reverente, tomó la rica corona, colocándola en la frente de su hijo. Inclinándose después hacia el estuche, lo abrió cuidadosamente, sacando de él el laúd restaurado, cuya belleza y brillo eran muy superiores a su primera condición, al salir de las manos de Adonías su laudero. Sentándose en el trono en medio de las aclamaciones de los súbditos, Melquisedec comenzó a tocar el cetro, sacando de él acordes de mucha armonía y paz. Todos se aquietaron para oír sus nuevas composiciones que expresaban su profundo amor por el cetro y por todo aquel reino de paz.
Gran emoción invadía el corazón de todos en ese momento, llevándolos a las lágrimas. Samael, sin fuerzas para reaccionar, se sentía torturado por aquellos acordes que lo torturaban haciendo revivir en su mente sus oportunidades perdidas, en una tortura terrible para su conciencia.
Melquisedec había compuesto para ese momento especial, canciones que retrataban los momentos más destacados de la historia de Salem; Cuando comenzó a cantar sobre la amistad que había tenido por Samael, su voz se embargaba por las lágrimas que no conseguía contener. ¡Triste era para él cantar sobre la caída de aquél que había sido su mayor amigo! Cantó entonces sobre el alto precio que tuvo que pagar por la reconquista del cetro, que representa la honra de Salem.
Al contemplar aquellas manos marcadas por las cicatrices, tocando con tanta maestría y cariño el cetro restaurado, los súbditos tomados por una fuerte emoción, se postraron en llanto.
Al ver en las manos de Melquisedec aquél laúd que, en sus manos había sido un Instrumento de tortura, Samael comprendió, demasiado tarde cuánto había errado, desviándose de los consejos del príncipe; Cuántas veces aquéllas manos sobre las cuales había descargado toda aquella violencia habían sido extendidas en un esfuerzo de salvarlo, y él las había despreciado negligentemente. ¡Ahora, era demasiado tarde! ¡¡¡Extremadamente tarde!!!
Los súbditos triunfantes que, reverentes, habían sido conducidos a todo aquel pasado de felicidad, traición, dolor y triunfo, unieron finalmente las voces en una jubilosa proclamación:
Verdaderos y justos son tus principios, oh rey de Salem. Digno eres de reinar en gloria y majestad entre los loores de tus fieles, porque en tu sacrificio nos libraste de las amenazas de las tinieblas, haciendo renacer en nuestro corazón la alegría del amanecer.
Ese cántico de exaltación fue seguido por la ceremonia de la confirmación de todos los fieles en su victoria. El hijo de Adonías, con su cetro redimido, comenzó a sellar con un toque especial del cetro, la victoria de cada uno. Se formó para lo cual una larga fila de fieles exaltados.
Los súbditos confirmados, a medida en que iban recibiendo el toque de aprobación del rey, se colocaban al lado derecho del trono, donde permanecían aguardando por la confirmación de los otros.
Las miradas que, iluminadas de alegría, habían acompañado el sellamiento de los últimos justos, se posaron sobre la figura extraña de Samael que, dominado por una fuerza irresistible, se encaminaba cabizbajo en dirección del trono. Su aspecto era horrible: su semblante había sido deformado por el mal; sus vestiduras estaban sucias y mal olientes; todo en él repugnaba, al punto de que nadie lo reconoció.
En medio del asombro de los súbditos, Melquisedec se levantó de su trono como herido por un gran dolor; De sus labios los súbditos oyeron una dolorosa exclamación:
— ¡¡¡Samael, Samael!!!—
La figura deplorable de aquél que había sido tan bello, llenó a todos de tristeza, y comenzaron a llorar. Ellos se lamentaban por motivo de que sabían que el destino de Samael y de todos aquellos que lo habían seguido, pudo haber sido muy diferente, si ellos hubiesen atendido a los amorosos ruegos de Adonías y de su hijo. ¿Acaso no era el plan del rey y el sueño de Melquisedec el tenerlo como el protector del pergamino, siendo el segundo en honra en aquél reino?
Samael que, reconociendo su desventura, se había aproximado cabizbajo hacia el trono, al presenciar toda aquella lamentación, y engañado nuevamente por el orgullo, juzgando que se trataba de una demostración de debilidad de sus enemigos. Al acordarse de su ejército que fortificado lo esperaba en la planicie, lo engañó con la certeza de que sería victorioso sobre Salem. Con este pensamiento, levantó la frente marcada por el odio y, mirando al rey, levantó el puño cerrado y lo desafió, desdeñando su autoridad, con la amenaza de quitarle el trono.
Aún que condolidos por su perdición, los súbditos de Salem no soportaron la osada afrenta de aquél enloquecido joven que, después de causar tanto sufrimiento, todavía era capaz de levantarse con tan grande desafío.
El rey victorioso que con tanto placer había sellado con su cetro la conquista de los fieles, lo levantó dolorosamente para el sellamiento de la triste suerte de los rebeldes. Inmovilizado por una fuerza extraña, Samael, sin desviar los ojos del cetro, oyó de los labios del rey la proclamación de su juicio y de todos sus seguidores:
Prisioneros de una fuerza invisible, estarían retenidos en sus cavernas por seis años, siendo después visitados por el fuego del juicio que los destruiría juntamente con las ciudades que con ellos se aliaran.
Al ir a la cama después de aquel día de tantas emociones, el joven rey, inmerso en los recuerdos de aquél pasado de felicidad y dolor, rodaba en su cama sin sueño. Cuando finalmente se durmió, tuvo un sueño muy significativo.
En el sueño, se le apareció un ángel luminoso, que saludándolo con una sonrisa, le dijo que todo el Universo acompañaba con atención todo aquel drama que estaba viviendo, mismo que tenía un sentido pre figurativo, retratando acontecimientos pasados y futuros, que envolvían todo el vasto universo.
Las palabras del ángel despertaron en Melquisedec un gran deseo de conocer la historia de ese drama cósmico.
Conociendo su vivo deseo, el ángel lo arrebató en el sueño revelándole un futuro distante. Delante de sus ojos se manifestaron las glorias de una nueva y espléndida Salem, cuyas murallas y mansiones estaban hechas de piedras preciosas; Los portales de la ciudad eran de perlas. Sus amplias avenidas eran de oro puro. La ciudad era cuadrangular y se extendía por centenares de kilómetros. Estaba dividida en dos sectores distintos: Norte y Sur. Al sur se elevaban incontables mansiones, habitaciones eternas de ángeles y de seres humanos redimidos; Al norte había un lindo paraíso el cual el ángel reveló ser el jardín del Edén. Allí, en ambos bordes del río de la vida, había campos repletos de todo tipo de vegetación, con flores y frutos en abundancia. Vivían allí en perfecta armonía, todas las especies de insectos, aves y animales.
En medio del paraíso se podía ver una montaña fulgurante, la cual el ángel afirmó ser el monte Sión, el lugar del trono de Dios. Era de aquel monte que emanaba el río de la vida, fluyendo por toda la ciudad.
Cuando hubieron alcanzado la cumbre de la montaña sagrada, el rey de Salem estuvo deslumbrado con el escenario visto a su alrededor. Se encontraba en la parte más elevada de Sión la más linda de todas las edificaciones revelado por el ángel como el palacio del Dios. Aquella magnifica construcción era sustentada por siete columnas, todas de oro transparente, incrustadas de lindas perlas. Alrededor del palacio, florecía la más exuberante vegetación: había allí el pino, el ciprés, el olivo, la murta, la romasera y la higuera, doblándose al peso de sus higos maduros.
Mientras que se admiraba ante la belleza de aquel lugar, el ángel le dijo que a ningún ser humano le había sido dado el privilegio de ver el interior de aquel palacio de Dios. A él le sería dado este honor, pues fue escogido para ser el portador de las más amplias revelaciones sobre el reino de la luz.
Al traspasar con reverencia uno de los portales de perlas, se postraron en adoración, mientras que oían el cántico de una multiplicidad de serafines, que circundaban el trono, en constante alabanza a Aquél que Era, que Es y que Siempre Será.
Al mirar hacia Aquél que estaba sentado sobre el trono, Melquisedec se sorprendió al descubrir la figura de un hombre. Él estaba cubierto por un manto de lino fino, de una blancura sin igual, y tenía sobre la cabeza una corona formada por siete coronas sobrepuestas, repletas de piedras preciosas.
Al mirar hacia las manos que sustentaban el cetro, el hijo de Adonías se sorprendió al descubrir en ellas cicatrices de heridas, semejantes a aquéllas en sus manos. El ángel le afirmó ser el Mesías, la manifestación visible de Yahwéh, el Dios invisible.
Atraído por el cetro resplandeciente, con el cual el Mesías gobernaba sobre todo el Universo, el rey de Salem vio en él el sello del dominio, y en él escrito el nombre: Israel.
Arrebatado por una profunda emoción, Melquisedec se postró ante el Rey de aquella Salem eterna, y, reviviendo allí la historia de su pequeña ciudad, tuvo el deseo de conocer el gran drama de la historia universal. Conociendo el deseo de su corazón, el ángel le dijo:
—Ahora te daré a conocer la historia de esta gloriosa Salem. Todo lo que te fuere mostrado en la visión, deberás tú registrar fielmente en seis pergaminos que serán cosidos uno al otro, formando un único rollo. Tú tendrás seis años para escribirlos. Al final de los siete años, tú recibirás de las manos de un anciano un vaso conteniendo un rollo especial, con muchas revelaciones importantes, destacándose la historia de Salem. Tú tomarás ese rollo, y lo coserás como el primero de los siete, formando un único rollo. Después de sellarlo, tú y el anciano lo guardarán en el vaso, llevándolo hacia una cueva que yo les mostraré al norte del mar salado, donde permanecerá olvidado hasta que lleguen los últimos días, cuando será rescatado y revelado al mundo por medio de un pequeño beduino. —
Después de decirle al rey de Salem estas palabras, el ángel lo condujo en visión a un infinito pasado, cuando el Universo todavía no existía.
Una historia muy parecida con la de Salem comenzó a desplegarse delante de sus ojos; pero, en una dimensión infinitamente mayor, comenzando por la creación del reino de la luz. Con admiración contempló la formación de billones de mundos y estrellas, repletos de vida y felicidad que comenzaron a girar en torno de la Salem Celestial, el paraíso de Dios.
Su atención se volvió después hacia el más bello de todos los querubines que, honrado por el Creador, comenzó a habitar con Él en Su palacio. Una eternidad de felicidad y paz parecía encantar aquel reino, cuando la misma experiencia de egoísmo y rebeldía vivida por Samael, comenzó a repetirse en la vida de aquél ángel amado.
Escenas de una gran rebelión comenzaron a ser mostradas a Melquisedec, implicando a todos los habitantes del Universo. El querubín honrado, semejante a Samael, había seducido a un tercio de las huestes que, comenzaron a reverenciarlo como rey.
En medio de las escenas de aquel gran conflicto, el rey de Salem atestiguó la creación del planeta Tierra, sobre la cual surgió el hombre como cetro racional de aquel reino disputado.
Con agonía vio el momento en que el jefe de la rebelión se aproximó sutilmente al paraíso, apoderándose del ser humano, después de seducirlo con tentaciones. Oyó entonces su bramido, en una proclamación de victoria. A partir de ese momento, el enemigo de Dios comenzó a arruinar al ser humano, apagando en él todos los rasgos de la gloria divina, como Samael había hecho con el cetro.
Su propia experiencia, al declarar en aquella mañana a los súbditos de Salem su decisión de ir en la búsqueda del cetro perdido, comenzó a repetirse delante de Sus ojos.
Reuniendo a las huestes que habían permanecido fieles a Su gobierno, el Creador comenzó a revelar un plan de rescate: Él habría de ir en la búsqueda del hombre, y lo redimiría, aunque esto le costase un sacrificio infinito. Delante de esta revelación, el hijo de Adonías se postró conmovido, al descubrir que en su vida había tenido la honra de retratar al propio Mesías.
Todo el drama vivido por el hijo de Adonías en su angustiante búsqueda, hasta el momento de su suplicio por la redención del cetro, fue ganando amplitudes en aquella visión que abarcaba toda una eternidad. Delante de sus ojos desfilaban escenas de una gran batalla que, sin tregua se extendería hasta el día del juicio final, cuando el Mesías victorioso empuñará el cetro redimido, sellando con él la condenación de todas las huestes rebeldes.
A través de las revelaciones recibidas del ángel, Melquisedec tomó conocimiento de la gran liberación alcanzada diez días antes de su coronación, en Rosh Hashaná, cuando delante de trescientos pastores con sus vasos encendidos, ejércitos de cinco reyes habían caído, saliendo libres los cautivos.
Conociendo nuestra intención de subir a Salem por la ocasión de Sukot, el rey hizo preparativos para una gran fiesta, en la cual conmemoraríamos juntos la victoria sobre toda la desarmonía generada por el orgullo y por el egoísmo.
Fue por esto que al llegar nosotros a Salem, fuimos sorprendidos con toda aquella honorífica recepción.
El ocuparme con el relato de todos esos acontecimientos, me hizo pasar por todo este séptimo año, casi sin notar sus días, que pasaron veloces. Estamos hoy a las puertas de un nuevo Rosh Hashaná, cuando los 300 pastores tocarán los cuernos, convocando a todos aquellos que posean las perlas, para la reunión solemne de Yom Kipur. Cinco días después seremos recibidos en Salem para la fiesta de Sukot.
La certeza de que acontecimientos importantes todavía deberán ser relatados hasta el momento en que el vaso será dejado en la cueva, me hace reservar un espacio en el rollo, en el cual registraré, día tras día, los hechos, hasta la consumación de esta historia.
Hoy es Rosh Hashaná, el día más feliz de mi vida, pues mis brazos podrán abrazar finalmente al hijo de la promesa. La primera cosa que Sara hizo al recibirlo, fue colocarle en su manita derecha la segunda perla que el Mesías le había dado en el día de su conversión, en la cual estaba escrito el nombre Isaac que significa "risa", el nombre de Melquisedec y el nombre de Salem.
Dos días antes del Yom Kipur, Isaac fue circuncidado, conforme a la orden de Yahwéh.
Desde que los pastores comenzaron a tocar sus cuernos en Rosh Hashaná, todos aquellos que poseían perlas del vaso, dejaron sus tiendas, dirigiéndose en grupos pequeños, para estar junto al Roble de Mambré.
Al llegar el Yom Kipur, el día de la reunión solemne, mis pastores me informaron que todos aquellos que habían recibido perlas, habían comparecido a la reunión, no faltando ninguna persona. Era maravilloso ver la alegría estampada en el semblante de toda aquella multitud, que anhelaban la subida a Salem. Todos tenían una historia que contar, de cómo fueron mal comprendidos y humillados por aquellos que no recibieron la salvación representada por las perlas. El único consuelo que tenían en aquel tiempo, provenía de la certeza de que subirían a Salem para la fiesta de Sukot.
En el primer día de la fiesta de Sukot, la multitud fue subdividida en grupos pequeños de doce personas, para subirnos en orden hasta Salem.
Teniendo el vaso con el rollo en mi espalda, me coloqué al frente de la multitud, siendo seguido por Sara e Isaac, que venían montados en un camello; Luego detrás venían Lót y sus hijas; y un poco mas atrás, los trescientos pastores seguidos por todos los fieles.
Iniciábamos nuestro ascenso cuando, acompañado por todos sus súbditos, apareció Melquisedec viniendo a nuestro encuentro, haciendo vibrar por los aires el sonido festivo de muchos instrumentos musicales, conmemorando la gran victoria.
Después de saludarnos, el hijo de Adonías nos condujo en una marcha festiva hasta introducirnos a las puertas de Salem, que se encontraba ahora más bonita que antes.
Delante del trono, todos los redimidos fueron coronados por Melquisedec, comenzando en seguida el gran banquete.
Grande fue la alegría del rey de Salem cuando le entregué el vaso con mi manuscrito. Llevándome a una sala especial del palacio, él me mostró los seis manuscritos en los cuales había registrado la historia del Universo, según como le había sido mostrada en su sueño.
Al recibir mi manuscrito, él lo cosió a los demás, llegando a ser el primero del gran rollo.
En el último día de la fiesta de Sukot, el rollo fue abierto delante de toda la multitud de fieles. Después de leer una buena parte de mi manuscrito, el hijo de Adonías, tomando en sus brazos al pequeño Isaac, afirmó:
—En la descendencia de éste niño habrá de cumplirse todas las cosas escritas en este manuscrito. —
Habiendo dicho esto, el rey lo bendijo, devolviéndoselo a Sara.
Después de bendecir a Isaac, Melquisedec comenzó a hablar sobre el futuro del rollo que permanecería por casi cuatro milenios oculto en una cueva, siendo finalmente encontrado por un beduino de la tribu de Taamireh. Al salir de su cueva, el rollo enfrentaría la oposición de muchos eruditos que lo declararían apócrifo. Vendría, sin embargo, el momento, en que sus revelaciones serían confirmadas, y muchos serían transformados por sus mensajes, preparándose para el día del juicio final.
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