Esta información responderá muchas de sus preguntas respecto a la existencia de el Universo, de este planeta y la guerra cósmica entre el bien y el mal. En este vídeo presentamos la primera parte de La historia del Universo que podemos leer en el Gran Rollo de Melquisedec, esta información fue revelada por un angel a el joven Rey, después de su coronación fue llevado por el angel a la ciudad celestial donde se encuentra el trono de Dios y ahí el angel le revelo que los acontecimientos que había vivido en Salem antes de su coronación reflejaban acontecimientos sobre la historia del Universo y el gran conflicto Cósmico, pues Melquisedec fue elegido para ser el portador de las mas extensas revelaciones del reino de la Luz!.
Texto:
Antes que existiese una estrella para brillar, antes que hubiese ángeles para cantar, ya había un cielo, el hogar del Eterno, el único Dios. Perfecto en sabiduría, amor y gloria, vivió el Eterno una eternidad, antes de concretizar Su lindo sueño , en la creación del Universo.
Los incontables seres que componen la creación fueron, todos, idealizados con mucho cariño. Desde el diminuto átomo hasta las gigantescas galaxias, todo mereció Su suprema atención. Amador de la música, Dios idealizó el Universo como una gran orquesta que, bajo Su regencia, debería vibrar acordes armoniosos de justicia y paz. Para cada criatura Él compuso una canción de amor.
El Eterno estaba muy feliz, pues Sus sueños estaban por realizarse. Moviéndose con majestad, inició Su obra de creación. Sus manos moldearon primeramente un mundo de luz, y sobre él una montaña fulgurante sobre la cual estaría para siempre afirmado el trono del Universo.
Al monte sagrado Dios llamó: Sión. De la base del trono, el Eterno hizo brotar un río cristalino, para representar la vida que de Él fluiría hacia todas las criaturas. Como sala del trono, creó un lindo paraíso que se extendía por centenas de kilómetros alrededor del monte Sión. Al paraíso llamó: Edén. Al sur del paraíso, en ambos márgenes del río de la vida, fueron edificadas numerosas mansiones adornadas de piedras preciosas, que se destinaban a los ángeles, los ministros del reino de la luz.
Circundando el Edén y las mansiones angelicales, construyó Dios una muralla de jaspe brillante, a lo largo de la cual podían ser vistos grandes portales de perlas. Con alegría, el Eterno contempló la Capital soñada. La ciudad en su esplendor era como una novia adornada, pronta para recibir a su esposo.
Cariñosamente, el gran Arquitecto la llamó: Jerusalén, la Ciudad de la Paz. Dios estaba por traer a la existencia a la primera criatura racional. Sería un ángel glorioso, de entre todos el de mayor honra. Adornado por el brillo de las piedras preciosas, ese ángel viviría sobre el monte Sión, como representante del Rey de reyes delante del Universo.
Con mucho amor, el Creador comenzó a moldear al primogénito de los ángeles. Toda sabiduría aplicó al formarlo, haciéndolo perfecto. Con ternura le concedió la vida; el hermoso ángel, como despertando de un profundo sueño, abrió los ojos y contempló la faz de su Autor. Con alegría, el Eterno le mostró las bellezas del paraíso, hablándole de Sus planes, que comenzaban a concretizarse.
Al ser conducido al lugar de su morada, junto al trono, el príncipe de los ángeles estaba agradecido y, con voz melodiosa, entonó su primer cántico de alabanza. De las alturas de Sión, se descubría, a los ojos del hermoso ángel, Jerusalén en su inmensidad y esplendor. El río de la vida, al deslizar sereno en medio de la Ciudad, se asemejaba a una larga avenida, reflejando las bellezas del jardín del Edén y de las mansiones angelicales.
Envolviendo al primogénito de los ángeles con Su manto de luz, el Eterno comenzó a hablarle de los principios que habrían de regir el reino universal. Leyes físicas y morales deberían ser respetadas en toda la extensión del gobierno divino. Las leyes morales se resumían en dos principios básicos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a Sí mismo. Cada criatura racional debería ser un canal por medio del cual el Eterno pudiese derramar a otros vida y luz. De esa forma, el Universo crecería en armonía, felicidad y paz.
En el reino de Dios, las leyes no serían impuestas con tiranía; Los súbditos serían libres. La obediencia debería surgir espontánea, en un gesto de reconocimiento y gratitud. En ese reino de libertad, la desobediencia también sería posible. El resultado de tal comportamiento sería el vaciamiento de las fuerzas vitales.
Después de revelar al hermoso ángel las leyes de Su gobierno, el Eterno le confió una misión de gran responsabilidad: sería el protector de aquellas leyes, debiéndolas honrar y revelar al Universo listo para ser creado. Con el corazón rebosante de amor a Dios y a los semejantes, le correspondería ser un modelo de perfección: sería Lucifer, el portador de la luz. El príncipe de los ángeles; agradecido por todo, se postró ante el amoroso Rey, prometiéndole eterna fidelidad. El Eterno continuó Su obra de creación, trayendo a la existencia a innumerables huestes de ángeles, los ministros del reino de la luz.
La Ciudad Santa fue poblada por esas criaturas radiantes que, felices y agradecidas, unían las voces en bellísimos cánticos de alabanza al Creador. Dios traía ahora a la existencia el Universo que, repleto de vida, giraría entorno de Su trono afirmado en Sión. Acompañado por Sus ministros, partió hacia la grandiosa realización. Después de contemplar el vacío inmenso, el Eterno levantó las poderosas manos, ordenando la materialización de las multiformes maravillas que habrían de componer el Cosmos.
Su orden, cual trueno, repercutió por todas partes, haciendo surgir, como por encanto, galaxias sin número, repletas de mundos y soles —paraísos de vida y alegría—, todo girando armoniosamente entorno del monte Sión. Al presenciar tan grande hecho del supremo Rey, las huestes angelicales se postraron, haciendo repercutir por el espacio iluminado un cántico de triunfo, en salutación a la vida.
Todo el Universo se unió en ese cántico de gratitud, en promesa de eterna fidelidad al Creador. Guiados por el Eterno, los ángeles comenzaron a conocer las riquezas del Universo. En esa excursión sideral, estaban admirados ante la inmensidad del reino de la luz. Por todas partes encontraban mundos habitados por criaturas felices que los recibían en fiesta. Los ángeles nos saludaban con cánticos que hablaban de las buenas nuevas de aquel reino de paz.
Tan preciada como la vida, la libertad de escoger, a través de la cual las criaturas podrían demostrar su amor al Creador, exigía una prueba de fidelidad. Con el propósito de revelarlo, el Eterno condujo las huestes por entre el espacio iluminado, hasta aproximarse a un abismo de tinieblas que contrastaba con el inmenso brillo de las galaxias. A lo lejos, ese abismo se había revelado insignificante a los ojos de los ángeles, como un puntillo sin luz; pero a medida de su acercamiento, se mostró en su enormidad.
El Creador, que a cada paso revelaba a los ángeles los misterios de Su reino, estaba allí silencioso, como guardando para Sí un secreto. Las tinieblas de aquel abismo consistían en la prueba de la fidelidad. Volteándose hacia las huestes, el Eterno solemnemente afirmó: —"Todos los tesoros de la luz estarán abiertos a vuestro conocimiento, menos los secretos ocultos por las tinieblas. Sois libres para servirme o no. Amando la luz estaréis ligados a la Fuente de la Vida". —
Con estas palabras, hizo Dios separación entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal. El Universo era libre para escoger su destino.
Cap 2
El tan esperado sueño del Creador se concretizaba. Ahora, como Padre cariñoso, conducía a las criaturas a través de una eternidad de armonía y paz. En virtud del cumplimiento de las leyes divinas, el Universo se expandía en felicidad y gloria. Había un fuerte celo de amor, que a todos unía fuertemente. Los seres racionales, dotados de la capacidad de un desenvolvimiento infinito, encontraban indescriptible placer en aprender los inagotables tesoros de La Sabiduría divina, transmitiéndolos a los semejantes. Eran como canales por medio de los cuales La Fuente de la Eterna Vida nutría a todos de amor y luz.
En Jerusalén, los ministros del reino se reunían ante el soberano Rey, siempre prontos a cumplir Sus propósitos. Era a través de Lucifer que el Eterno ponía de manifiesto Sus designios. Después de recibir una nueva revelación, él prontamente la transmitía a las huestes angelicales. Éstas, a su vez, la compartían con la creación. En célebre vuelo los ángeles se dirigían hacia los planetas capitales, donde, en grandes asambleas, se reunían los representantes de los demás mundos. En muchas de esas asambleas, Lucifer se hacía presente, llenando a los participantes de alegría y de admiración. Perfecto en todas las virtudes, él los cautivaba con su simpatía.
Ningún otro ángel conseguía revelar como él los misterios del amor del Eterno. El Universo, alimentándose de la Fuente de la Vida, se expandía en una eternidad de perfecta paz. La obediencia a las leyes divinas era el fundamento de todo progreso y felicidad. Aunque conscientes del libre albedrío, jamás había subido al corazón de ninguna criatura el deseo de apartarse del Creador. Así fue por mucho tiempo, hasta que tal problema irrumpió en la vida de aquél que era el más íntimo del Eterno.
Lucifer, que había dedicado su vida al conocimiento de los misterios de la luz, se sintió poco a poco atraído por las tinieblas. El Rey del Universo, a los ojos de quien nada puede ser encubierto, acompañó con tristeza sus pasos en el camino descendente que lleva a la muerte. Al principio, una pequeña curiosidad llevó a Lucifer a aproximarse a aquél abismo profundo. Contemplándolo, comenzó él a indagar el porqué de no poder comprender su enigma.
Regresando a su lugar de honra, junto al trono, se postró ante el divino Rey, suplicándole: —Padre, dame a conocer los secretos de las tinieblas, así como me revelas la luz. — Ante la petición del hermoso ángel, el Eterno, con voz expresiva de tristeza, le dijo: —Hijo mío, tú fuiste creado para la luz, que es vida. — Convenciéndose de que el Creador no le revelaría los tesoros de las tinieblas, Lucifer decidió comprender por sí mismo el enigma. Se Juzgaba capacitado para tanto. Con esta triste decisión, el príncipe de los ángeles permitió que surgiese en su corazón una mancha de pecado que podría traer una catástrofe para el Universo.
Solo Dios sabía lo que pasaba en el corazón de Lucifer. El ángel, que había sido creado para ser el portador de la luz, estaba divorciándose en pensamientos del bondadoso Creador que, en un esfuerzo de impedir el desastre, le rogaba permanecer a Su lado. Una tremenda lucha comenzó a trabarse en su interior. El deseo de conocer el sentido de las tinieblas era inmenso, con todo, los ruegos de aquél amoroso Padre, a quién no quería también perder, lo torturaban. Viendo el sufrimiento que su actitud causaba al Creador, a veces demostraba arrepentimiento, pero volvía a caer.
Antes de crear el Universo, Dios ya había previsto la posibilidad de una rebelión. El riesgo de conceder libertad a las criaturas era inmenso, mas, sin este don, la vida no tendría sentido. El Eterno no quería reinar sobre robots, programados para hacer solamente Su voluntad. Él quería que la obediencia fuese fruto del reconocimiento y del amor, por eso decidió correr el gran riesgo. Aunque proseguía en la búsqueda del sentido de las tinieblas, Lucifer no pretendía abandonar la luz.
Se esforzaba por llegar a una combinación entre esas partes que, en el reino del Eterno, coexistían separadas. Finalmente, con un sentimiento de exaltación, concibió una teoría engañosa, que pretendía presentar al Universo como un nuevo sistema de gobierno, superior al gobierno del Eterno. Denominó a su teoría “la ciencia del bien y del mal". Estructurada en la lógica, la ciencia del bien y del mal se reveló atrayente a los ojos de Lucifer, pareciendo descorrer un sentido de vida superior a aquél ofrecido por el Creador, cuyo reino posibilitaba solamente el conocimiento experimental del bien.
En el nuevo sistema, habría equilibrio entre el bien y el mal, entre el amor y el egoísmo, la luz y las tinieblas. A lo largo del tiempo en que madurara en su mente la ciencia del bien y del mal, Lucifer sabría guardarla en secreto delante del Universo. Continuaba en su puesto de honra, cumpliendo la función de Portador de la Luz. Sin embargo, por más que procuraba fingir, su semblante ya no revelaba alegría en servir al Eterno. El divino Rey, que sufría en silencio, procuraba, por medio de Sus revelaciones de amor, preparar a las criaturas racionales para la gran prueba que se aproximaba.
Sabía que muchos darían oído a la tentación, volviéndole la espalda. La noche de la prueba haría sobresalir, sin embargo, a los verdaderos fieles —aquéllos que servían al Creador no por interés, sino por amor. —Al ver que la hora de la prueba llegaba, y que Lucifer estaba listo para traicionarlo delante del Universo, el Eterno, que jamás había cesado de revelar los tesoros de su sabiduría, se tornó silencioso y contemplativo.
El silencio hizo revivir en el corazón de las huestes el recuerdo de aquella primera excursión sideral, cuando, después de mostrarles las riquezas del reino de la luz, Dios se tornó silencioso ante aquél abismo. Se acordaban de Sus palabras: "Todos los tesoros de la luz estarán abiertos a vuestro conocimiento, menos los secretos ocultos por las tinieblas. Sois libres para servirme o no. Amando la luz estaréis ligados a la fuente de la vida”. Lucifer, que había comenzado a codiciar el trono de Dios, le indagó el motivo de Su silencio. El Creador, contemplándolo con infinita tristeza, le dijo: "Ha llegado la hora de las tinieblas. Tú eres libre para realizar sus propósitos”.
Viendo que el momento propicio para la propagación de su teoría había llegado, Lucifer convocó a los ángeles para una reunión especial. Las huestes, deseosas de conocer el significado del silencio del Padre, tomaron sus lugares junto al magnífico ángel, que siempre les había revelado los tesoros del reino de la luz. Lucifer comenzó su discurso exaltando, como de costumbre, el gobierno del Eterno. En una amplia retrospectiva, les recordó las grandiosas revelaciones que los habían enriquecido en toda aquella eternidad.
El silencio divino, lo presentó como siendo la indicación de que el Universo había alcanzado la plenitud del conocimiento que provenía de la luz. Callando, el Eterno les abría camino para el entendimiento de misterios aún no soñados, guardados hasta entonces más allá de los límites de Su gobierno. Sorprendidas, las huestes tomaron conocimiento de la experiencia de Lucifer sobre las tinieblas. Con elocuencia, él les habló de la ciencia del bien y del mal, indicándola como el camino de las mayores realizaciones.
El efecto de sus palabras pronto se hizo sentir en todo el Universo. La pregunta era decisiva y explosiva, generando por primera vez discordia. Los seres racionales, en su prueba, habrían de optar por permanecer solamente con el conocimiento de la luz, el cual Lucifer afirmaba haber llegado a su límite, o aventurarse en el conocimiento de la ciencia del bien y del mal. En el comienzo, los ángeles se debatieron ante la pregunta, siendo luego después todo el Universo puesto a prueba. Parecía que la ciencia del bien y del mal habría de arrebatar la mayor parte de las criaturas, sin embargo, poco a poco, muchos que al principio se empaparon con la teoría, despertaron de la ilusión de la misma, reafirmando su fidelidad al reino de la luz.
Al final de ese conflicto, que se arrastró por largo tiempo, se reveló un tercio de las estrellas del cielo al lado de Lucifer, y las restantes, aunque conmocionadas por la prueba al lado del Eterno. La ciencia del bien y del mal fue proclamada por Lucifer como un nuevo sistema de gobierno. ¿Pero cómo ejercerlo, si el Eterno continuaba reinando en Sión? Necesitaban encontrar una manera de bajarlo de allí. El consejo, formado por los ángeles rebeldes, comenzó a tratar de eso. Decidieron, finalmente, solicitarle el trono por un tiempo determinado, en el cual podrían demostrar la excelencia del nuevo sistema de gobierno. En caso de que fuese aprobado por el Universo, el nuevo sistema se establecería para siempre; en caso contrario, el dominio retornaría al Creador.
Fue así que Lucifer, acompañado por sus huestes, se aproximó arrogante delante de Aquél Padre sufridor, haciéndole tal petición. El Eterno no era ambicioso, sólo quería el bien para Sus criaturas. Si la ciencia del bien y del mal consistiera realmente en un bien mayor, no Se opondría a su implantación, cediendo el trono a sus defensores. Más Él sabía que aquel camino conduciría a la infelicidad y a la muerte. Movido por Su amor protector, el Creador desatendió la petición de las huestes rebeldes, que se apartaron enfurecidas.
Al serles negado el trono, Lucifer y sus huestes comenzaron a acusar al divino Rey, proclamando ser su gobierno de tiranía. Afirmaban ser su permanencia en el trono la más patente demostración de Su arbitrariedad. ¿No les había concedido libertad de escoger? ¿Por qué neutralizarla ahora, impidiéndoles poner en práctica un sistema de gobierno superior? Las acusaciones de las huestes rebeldes repercutieron por todo el Universo, haciendo parecer que el gobierno del Eterno era injusto. Esto trajo profunda angustia a aquellos que permanecían fieles al reino de la luz.
No sabiendo como refutar tales acusaciones, esas criaturas, enmudecidas por el dolor moral, anhelaban el momento en que nuevas revelaciones procedentes del Creador pudiesen aclararles los misterios de ese gran conflicto. Las acusaciones y blasfemias de las huestes rebeldes alcanzaron el punto culminante cuando el Eterno, en un gesto sorprendente, se levantó de Su trono, como pronto a dejarlo. Los infieles, en la expectativa de una conquista, se aquietaron, mientras que un sentimiento de temor penetraba en el corazón de los súbditos de la luz.
¿Entregaría Él el dominio de toda la creación, para librarse de las viles acusaciones? De acuerdo con la lógica a partir de la cual Lucifer fundamentaba sus enseñanzas, no le quedaba otra alternativa al Creador. En esta tremenda expectativa, el Universo acompañaba los pasos de Dios. En un gesto de humildad, el Creador Se despojó de Su corona y de Su manto real, colocándolos sobre el blanco trono. En Su semblante no había expresión de resentimiento o de ira, sino de infinito amor y tristeza. Con solemnidad, el Eterno proclamó que el momento decisivo había llegado, cuando cada criatura debería sellar su decisión al lado de la luz o de las tinieblas.
En una amplia revelación, alertó de las consecuencias de un rompimiento con la Fuente de la Vida. Con una mirada de ternura el Creador contempló a sus hijos. Era una mirada de humildad, que lleno de amor, suplicaba para que permanecieran a Su lado. Incontables criaturas, conmovidas, correspondieron a Su mirada de bondad, mientras que una multitud se mantuvo cabizbaja. Lucifer y sus seguidores estaban conscientes de la seriedad de aquel momento. Todavía era posible dar vuelta atrás en sus planes, entregándose arrepentidos al divino Padre que siempre los había amado.
Mientras cabizbajos consideraban sobre la decisión final, Lucifer y sus adeptos oyeron el cántico de aquellos que, en reconocimiento y gratitud, se colocaban a lado del Eterno. La última lucha se trababa en el corazón de los infieles que, estremecidos, llegaron a pensar en retirarse. Finalmente, el recuerdo del reciente gesto divino, despojándose de la corona, les dio la certeza de que el gobierno les sería entregado. Viendo que el Trono permanecía vacío, Lucifer y sus huestes, dominados por la codicia, rompieron definitivamente con el Creador. Al ver un tercio de los súbditos atravesar las divisiones de la eterna separación, Dios dejó externar el dolor angustiante que por tanto tiempo martirizaba Su corazón, Curvándose en inconsolable llanto.
Contemplando a Sus hijos rebeldes, elevó la voz en una lamentación dolorosa: ¡"Hijos míos, hijos míos! ¡Ya no puedo llamarlos así! ¡Quisiera tanto tenerlos en mis brazos! ¡Me acuerdo cuando con cariño los formé! ¡Ustedes surgieron felices y perfectos, en acordes de esperanza en eterna armonía! ¡Viví para ustedes, cubriéndolos de gloria y poder! ¡Ustedes fueron mi alegría! ¿Por qué sus corazones cambiaron tanto? ¿Oh qué más podría yo haber hecho para hacerlos permanecer conmigo? ¡Hoy mí alma sangra de dolor por la eterna separación!
¡¿Cómo miraré hacia los lugares vacíos donde tantas veces regocijantes elevaron las voces en hosannas festivas, sin venirme a la mente una mezcla de felicidad y dolor?! ¡Nostalgia infinita invade ya mi ser, y sé que será eterna! Hoy mi corazón se rompió y se quebrantó; ¡las cicatrices cargaré para siempre! Después de proclamar en llanto tan dolorosa lamentación, el Eterno, se dirigió a Lucifer, el causante de todo el mal, diciendo: "Tú recibiste un nombre de honra al ser creado. Ahora no te llamarán más Lucifer, sino Satanás, el enemigo del Creador y de Sus leyes." Después de lamentar la perdición de las huestes rebeldes, el Eterno, en pasos lentos, se ausentó del jardín del Edén, lugar del trono Universal.
¿Dónde sería ahora Su morada? Las huestes fieles acompañaban reverentes Sus misteriosos pasos de abandono, que parecían descorrer un futuro difícil, de sufrimientos y humillaciones. ¿Ocuparían los rebeldes el trono divino, profanándolo como dominio del pecado? Esta indagación torturaba el corazón de los súbditos del Eterno. Dejando Su amada Ciudad, el Señor de la luz se condujo, en medio de las glorias del Universo, en dirección del abismo inmenso, respecto del cual había callado hasta entonces. Allí Se detuvo una vez más, enmudecido, mientras que parecía leer en las tinieblas un futuro de grandes luchas.
Ante el sufrimiento del Eterno, expresado en la tristeza de su semblante, los fieles pudieron finalmente comprender el significado de aquél misterioso abismo: consistía en una representación simbólica del reino de la rebeldía. En el rostro entristecido de Dios se manifestó, por fin, un brillo que a los fieles animó. Levantando los poderosos brazos ante las tinieblas, ordenó en alta voz: "Haya luz." Inmediatamente, la luz de Su presencia inundó el profundo abismo y, triunfando sobre las tinieblas, reveló un mundo inacabado, cubierto por aguas cristalinas. Con ese gesto, el Eterno iniciaba una gran batalla por la reivindicación de Su gobierno de luz; batalla del amor contra el egoísmo; de la justicia contra la injusticia; de la humildad contra el orgullo; de la libertad contra la esclavitud; de la vida contra la muerte.
Batalla que, sin tregua, se extendería hasta que, en el amanecer anhelado, pudiese el divino Rey retornar victorioso al santo monte Sión, donde, entronizado en medio de las alabanzas de los redimidos, reinaría para siempre en perfecta paz. Las tinieblas, en su fuga, señalaban hacia el aniquilamiento final de la rebeldía. Las aguas abundantes que cubrían aquél mundo, hasta entonces oculto, simbolizaban la vida eterna que para los fieles sería conquistada por el amor que todo sacrifica. El mundo revelado era la tierra. Visitada por las tinieblas y por la luz, ella sería el palco de la gran lucha. Los fieles se regocijaban ante el triunfo de la luz en aquél primer día, cuando las tinieblas en su furia rodaban sobre el planeta, sucumbiéndolo en densa obscuridad.
La luz, que parecía vencida, renació victoriosa en un lindo amanecer. Al rayar la luz de un segundo día, el Eterno ordenó: "Haya una expansión en medio de las aguas, y haya separación entre agua y aguas." Inmediatamente, el calor de Su luz hizo que una inmensa cantidad de vapor se elevase de las aguas, envolviendo el planeta en un manto de transparencia añil. Surgió así la atmósfera, con su mezcla perfecta de gases que serían esenciales para la vida que en breve coronaría el planeta. El Creador, contemplando la expansión, la llamó "cielos".
La atmósfera, que llena de brillo envolvía la tierra, se ensombreció al sobrevenir el crepúsculo de otro atardecer.
Texto:
Antes que existiese una estrella para brillar, antes que hubiese ángeles para cantar, ya había un cielo, el hogar del Eterno, el único Dios. Perfecto en sabiduría, amor y gloria, vivió el Eterno una eternidad, antes de concretizar Su lindo sueño , en la creación del Universo.
Los incontables seres que componen la creación fueron, todos, idealizados con mucho cariño. Desde el diminuto átomo hasta las gigantescas galaxias, todo mereció Su suprema atención. Amador de la música, Dios idealizó el Universo como una gran orquesta que, bajo Su regencia, debería vibrar acordes armoniosos de justicia y paz. Para cada criatura Él compuso una canción de amor.
El Eterno estaba muy feliz, pues Sus sueños estaban por realizarse. Moviéndose con majestad, inició Su obra de creación. Sus manos moldearon primeramente un mundo de luz, y sobre él una montaña fulgurante sobre la cual estaría para siempre afirmado el trono del Universo.
Al monte sagrado Dios llamó: Sión. De la base del trono, el Eterno hizo brotar un río cristalino, para representar la vida que de Él fluiría hacia todas las criaturas. Como sala del trono, creó un lindo paraíso que se extendía por centenas de kilómetros alrededor del monte Sión. Al paraíso llamó: Edén. Al sur del paraíso, en ambos márgenes del río de la vida, fueron edificadas numerosas mansiones adornadas de piedras preciosas, que se destinaban a los ángeles, los ministros del reino de la luz.
Circundando el Edén y las mansiones angelicales, construyó Dios una muralla de jaspe brillante, a lo largo de la cual podían ser vistos grandes portales de perlas. Con alegría, el Eterno contempló la Capital soñada. La ciudad en su esplendor era como una novia adornada, pronta para recibir a su esposo.
Cariñosamente, el gran Arquitecto la llamó: Jerusalén, la Ciudad de la Paz. Dios estaba por traer a la existencia a la primera criatura racional. Sería un ángel glorioso, de entre todos el de mayor honra. Adornado por el brillo de las piedras preciosas, ese ángel viviría sobre el monte Sión, como representante del Rey de reyes delante del Universo.
Con mucho amor, el Creador comenzó a moldear al primogénito de los ángeles. Toda sabiduría aplicó al formarlo, haciéndolo perfecto. Con ternura le concedió la vida; el hermoso ángel, como despertando de un profundo sueño, abrió los ojos y contempló la faz de su Autor. Con alegría, el Eterno le mostró las bellezas del paraíso, hablándole de Sus planes, que comenzaban a concretizarse.
Al ser conducido al lugar de su morada, junto al trono, el príncipe de los ángeles estaba agradecido y, con voz melodiosa, entonó su primer cántico de alabanza. De las alturas de Sión, se descubría, a los ojos del hermoso ángel, Jerusalén en su inmensidad y esplendor. El río de la vida, al deslizar sereno en medio de la Ciudad, se asemejaba a una larga avenida, reflejando las bellezas del jardín del Edén y de las mansiones angelicales.
Envolviendo al primogénito de los ángeles con Su manto de luz, el Eterno comenzó a hablarle de los principios que habrían de regir el reino universal. Leyes físicas y morales deberían ser respetadas en toda la extensión del gobierno divino. Las leyes morales se resumían en dos principios básicos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a Sí mismo. Cada criatura racional debería ser un canal por medio del cual el Eterno pudiese derramar a otros vida y luz. De esa forma, el Universo crecería en armonía, felicidad y paz.
En el reino de Dios, las leyes no serían impuestas con tiranía; Los súbditos serían libres. La obediencia debería surgir espontánea, en un gesto de reconocimiento y gratitud. En ese reino de libertad, la desobediencia también sería posible. El resultado de tal comportamiento sería el vaciamiento de las fuerzas vitales.
Después de revelar al hermoso ángel las leyes de Su gobierno, el Eterno le confió una misión de gran responsabilidad: sería el protector de aquellas leyes, debiéndolas honrar y revelar al Universo listo para ser creado. Con el corazón rebosante de amor a Dios y a los semejantes, le correspondería ser un modelo de perfección: sería Lucifer, el portador de la luz. El príncipe de los ángeles; agradecido por todo, se postró ante el amoroso Rey, prometiéndole eterna fidelidad. El Eterno continuó Su obra de creación, trayendo a la existencia a innumerables huestes de ángeles, los ministros del reino de la luz.
La Ciudad Santa fue poblada por esas criaturas radiantes que, felices y agradecidas, unían las voces en bellísimos cánticos de alabanza al Creador. Dios traía ahora a la existencia el Universo que, repleto de vida, giraría entorno de Su trono afirmado en Sión. Acompañado por Sus ministros, partió hacia la grandiosa realización. Después de contemplar el vacío inmenso, el Eterno levantó las poderosas manos, ordenando la materialización de las multiformes maravillas que habrían de componer el Cosmos.
Su orden, cual trueno, repercutió por todas partes, haciendo surgir, como por encanto, galaxias sin número, repletas de mundos y soles —paraísos de vida y alegría—, todo girando armoniosamente entorno del monte Sión. Al presenciar tan grande hecho del supremo Rey, las huestes angelicales se postraron, haciendo repercutir por el espacio iluminado un cántico de triunfo, en salutación a la vida.
Todo el Universo se unió en ese cántico de gratitud, en promesa de eterna fidelidad al Creador. Guiados por el Eterno, los ángeles comenzaron a conocer las riquezas del Universo. En esa excursión sideral, estaban admirados ante la inmensidad del reino de la luz. Por todas partes encontraban mundos habitados por criaturas felices que los recibían en fiesta. Los ángeles nos saludaban con cánticos que hablaban de las buenas nuevas de aquel reino de paz.
Tan preciada como la vida, la libertad de escoger, a través de la cual las criaturas podrían demostrar su amor al Creador, exigía una prueba de fidelidad. Con el propósito de revelarlo, el Eterno condujo las huestes por entre el espacio iluminado, hasta aproximarse a un abismo de tinieblas que contrastaba con el inmenso brillo de las galaxias. A lo lejos, ese abismo se había revelado insignificante a los ojos de los ángeles, como un puntillo sin luz; pero a medida de su acercamiento, se mostró en su enormidad.
El Creador, que a cada paso revelaba a los ángeles los misterios de Su reino, estaba allí silencioso, como guardando para Sí un secreto. Las tinieblas de aquel abismo consistían en la prueba de la fidelidad. Volteándose hacia las huestes, el Eterno solemnemente afirmó: —"Todos los tesoros de la luz estarán abiertos a vuestro conocimiento, menos los secretos ocultos por las tinieblas. Sois libres para servirme o no. Amando la luz estaréis ligados a la Fuente de la Vida". —
Con estas palabras, hizo Dios separación entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal. El Universo era libre para escoger su destino.
Cap 2
El tan esperado sueño del Creador se concretizaba. Ahora, como Padre cariñoso, conducía a las criaturas a través de una eternidad de armonía y paz. En virtud del cumplimiento de las leyes divinas, el Universo se expandía en felicidad y gloria. Había un fuerte celo de amor, que a todos unía fuertemente. Los seres racionales, dotados de la capacidad de un desenvolvimiento infinito, encontraban indescriptible placer en aprender los inagotables tesoros de La Sabiduría divina, transmitiéndolos a los semejantes. Eran como canales por medio de los cuales La Fuente de la Eterna Vida nutría a todos de amor y luz.
En Jerusalén, los ministros del reino se reunían ante el soberano Rey, siempre prontos a cumplir Sus propósitos. Era a través de Lucifer que el Eterno ponía de manifiesto Sus designios. Después de recibir una nueva revelación, él prontamente la transmitía a las huestes angelicales. Éstas, a su vez, la compartían con la creación. En célebre vuelo los ángeles se dirigían hacia los planetas capitales, donde, en grandes asambleas, se reunían los representantes de los demás mundos. En muchas de esas asambleas, Lucifer se hacía presente, llenando a los participantes de alegría y de admiración. Perfecto en todas las virtudes, él los cautivaba con su simpatía.
Ningún otro ángel conseguía revelar como él los misterios del amor del Eterno. El Universo, alimentándose de la Fuente de la Vida, se expandía en una eternidad de perfecta paz. La obediencia a las leyes divinas era el fundamento de todo progreso y felicidad. Aunque conscientes del libre albedrío, jamás había subido al corazón de ninguna criatura el deseo de apartarse del Creador. Así fue por mucho tiempo, hasta que tal problema irrumpió en la vida de aquél que era el más íntimo del Eterno.
Lucifer, que había dedicado su vida al conocimiento de los misterios de la luz, se sintió poco a poco atraído por las tinieblas. El Rey del Universo, a los ojos de quien nada puede ser encubierto, acompañó con tristeza sus pasos en el camino descendente que lleva a la muerte. Al principio, una pequeña curiosidad llevó a Lucifer a aproximarse a aquél abismo profundo. Contemplándolo, comenzó él a indagar el porqué de no poder comprender su enigma.
Regresando a su lugar de honra, junto al trono, se postró ante el divino Rey, suplicándole: —Padre, dame a conocer los secretos de las tinieblas, así como me revelas la luz. — Ante la petición del hermoso ángel, el Eterno, con voz expresiva de tristeza, le dijo: —Hijo mío, tú fuiste creado para la luz, que es vida. — Convenciéndose de que el Creador no le revelaría los tesoros de las tinieblas, Lucifer decidió comprender por sí mismo el enigma. Se Juzgaba capacitado para tanto. Con esta triste decisión, el príncipe de los ángeles permitió que surgiese en su corazón una mancha de pecado que podría traer una catástrofe para el Universo.
Solo Dios sabía lo que pasaba en el corazón de Lucifer. El ángel, que había sido creado para ser el portador de la luz, estaba divorciándose en pensamientos del bondadoso Creador que, en un esfuerzo de impedir el desastre, le rogaba permanecer a Su lado. Una tremenda lucha comenzó a trabarse en su interior. El deseo de conocer el sentido de las tinieblas era inmenso, con todo, los ruegos de aquél amoroso Padre, a quién no quería también perder, lo torturaban. Viendo el sufrimiento que su actitud causaba al Creador, a veces demostraba arrepentimiento, pero volvía a caer.
Antes de crear el Universo, Dios ya había previsto la posibilidad de una rebelión. El riesgo de conceder libertad a las criaturas era inmenso, mas, sin este don, la vida no tendría sentido. El Eterno no quería reinar sobre robots, programados para hacer solamente Su voluntad. Él quería que la obediencia fuese fruto del reconocimiento y del amor, por eso decidió correr el gran riesgo. Aunque proseguía en la búsqueda del sentido de las tinieblas, Lucifer no pretendía abandonar la luz.
Se esforzaba por llegar a una combinación entre esas partes que, en el reino del Eterno, coexistían separadas. Finalmente, con un sentimiento de exaltación, concibió una teoría engañosa, que pretendía presentar al Universo como un nuevo sistema de gobierno, superior al gobierno del Eterno. Denominó a su teoría “la ciencia del bien y del mal". Estructurada en la lógica, la ciencia del bien y del mal se reveló atrayente a los ojos de Lucifer, pareciendo descorrer un sentido de vida superior a aquél ofrecido por el Creador, cuyo reino posibilitaba solamente el conocimiento experimental del bien.
En el nuevo sistema, habría equilibrio entre el bien y el mal, entre el amor y el egoísmo, la luz y las tinieblas. A lo largo del tiempo en que madurara en su mente la ciencia del bien y del mal, Lucifer sabría guardarla en secreto delante del Universo. Continuaba en su puesto de honra, cumpliendo la función de Portador de la Luz. Sin embargo, por más que procuraba fingir, su semblante ya no revelaba alegría en servir al Eterno. El divino Rey, que sufría en silencio, procuraba, por medio de Sus revelaciones de amor, preparar a las criaturas racionales para la gran prueba que se aproximaba.
Sabía que muchos darían oído a la tentación, volviéndole la espalda. La noche de la prueba haría sobresalir, sin embargo, a los verdaderos fieles —aquéllos que servían al Creador no por interés, sino por amor. —Al ver que la hora de la prueba llegaba, y que Lucifer estaba listo para traicionarlo delante del Universo, el Eterno, que jamás había cesado de revelar los tesoros de su sabiduría, se tornó silencioso y contemplativo.
El silencio hizo revivir en el corazón de las huestes el recuerdo de aquella primera excursión sideral, cuando, después de mostrarles las riquezas del reino de la luz, Dios se tornó silencioso ante aquél abismo. Se acordaban de Sus palabras: "Todos los tesoros de la luz estarán abiertos a vuestro conocimiento, menos los secretos ocultos por las tinieblas. Sois libres para servirme o no. Amando la luz estaréis ligados a la fuente de la vida”. Lucifer, que había comenzado a codiciar el trono de Dios, le indagó el motivo de Su silencio. El Creador, contemplándolo con infinita tristeza, le dijo: "Ha llegado la hora de las tinieblas. Tú eres libre para realizar sus propósitos”.
Viendo que el momento propicio para la propagación de su teoría había llegado, Lucifer convocó a los ángeles para una reunión especial. Las huestes, deseosas de conocer el significado del silencio del Padre, tomaron sus lugares junto al magnífico ángel, que siempre les había revelado los tesoros del reino de la luz. Lucifer comenzó su discurso exaltando, como de costumbre, el gobierno del Eterno. En una amplia retrospectiva, les recordó las grandiosas revelaciones que los habían enriquecido en toda aquella eternidad.
El silencio divino, lo presentó como siendo la indicación de que el Universo había alcanzado la plenitud del conocimiento que provenía de la luz. Callando, el Eterno les abría camino para el entendimiento de misterios aún no soñados, guardados hasta entonces más allá de los límites de Su gobierno. Sorprendidas, las huestes tomaron conocimiento de la experiencia de Lucifer sobre las tinieblas. Con elocuencia, él les habló de la ciencia del bien y del mal, indicándola como el camino de las mayores realizaciones.
El efecto de sus palabras pronto se hizo sentir en todo el Universo. La pregunta era decisiva y explosiva, generando por primera vez discordia. Los seres racionales, en su prueba, habrían de optar por permanecer solamente con el conocimiento de la luz, el cual Lucifer afirmaba haber llegado a su límite, o aventurarse en el conocimiento de la ciencia del bien y del mal. En el comienzo, los ángeles se debatieron ante la pregunta, siendo luego después todo el Universo puesto a prueba. Parecía que la ciencia del bien y del mal habría de arrebatar la mayor parte de las criaturas, sin embargo, poco a poco, muchos que al principio se empaparon con la teoría, despertaron de la ilusión de la misma, reafirmando su fidelidad al reino de la luz.
Al final de ese conflicto, que se arrastró por largo tiempo, se reveló un tercio de las estrellas del cielo al lado de Lucifer, y las restantes, aunque conmocionadas por la prueba al lado del Eterno. La ciencia del bien y del mal fue proclamada por Lucifer como un nuevo sistema de gobierno. ¿Pero cómo ejercerlo, si el Eterno continuaba reinando en Sión? Necesitaban encontrar una manera de bajarlo de allí. El consejo, formado por los ángeles rebeldes, comenzó a tratar de eso. Decidieron, finalmente, solicitarle el trono por un tiempo determinado, en el cual podrían demostrar la excelencia del nuevo sistema de gobierno. En caso de que fuese aprobado por el Universo, el nuevo sistema se establecería para siempre; en caso contrario, el dominio retornaría al Creador.
Fue así que Lucifer, acompañado por sus huestes, se aproximó arrogante delante de Aquél Padre sufridor, haciéndole tal petición. El Eterno no era ambicioso, sólo quería el bien para Sus criaturas. Si la ciencia del bien y del mal consistiera realmente en un bien mayor, no Se opondría a su implantación, cediendo el trono a sus defensores. Más Él sabía que aquel camino conduciría a la infelicidad y a la muerte. Movido por Su amor protector, el Creador desatendió la petición de las huestes rebeldes, que se apartaron enfurecidas.
Al serles negado el trono, Lucifer y sus huestes comenzaron a acusar al divino Rey, proclamando ser su gobierno de tiranía. Afirmaban ser su permanencia en el trono la más patente demostración de Su arbitrariedad. ¿No les había concedido libertad de escoger? ¿Por qué neutralizarla ahora, impidiéndoles poner en práctica un sistema de gobierno superior? Las acusaciones de las huestes rebeldes repercutieron por todo el Universo, haciendo parecer que el gobierno del Eterno era injusto. Esto trajo profunda angustia a aquellos que permanecían fieles al reino de la luz.
No sabiendo como refutar tales acusaciones, esas criaturas, enmudecidas por el dolor moral, anhelaban el momento en que nuevas revelaciones procedentes del Creador pudiesen aclararles los misterios de ese gran conflicto. Las acusaciones y blasfemias de las huestes rebeldes alcanzaron el punto culminante cuando el Eterno, en un gesto sorprendente, se levantó de Su trono, como pronto a dejarlo. Los infieles, en la expectativa de una conquista, se aquietaron, mientras que un sentimiento de temor penetraba en el corazón de los súbditos de la luz.
¿Entregaría Él el dominio de toda la creación, para librarse de las viles acusaciones? De acuerdo con la lógica a partir de la cual Lucifer fundamentaba sus enseñanzas, no le quedaba otra alternativa al Creador. En esta tremenda expectativa, el Universo acompañaba los pasos de Dios. En un gesto de humildad, el Creador Se despojó de Su corona y de Su manto real, colocándolos sobre el blanco trono. En Su semblante no había expresión de resentimiento o de ira, sino de infinito amor y tristeza. Con solemnidad, el Eterno proclamó que el momento decisivo había llegado, cuando cada criatura debería sellar su decisión al lado de la luz o de las tinieblas.
En una amplia revelación, alertó de las consecuencias de un rompimiento con la Fuente de la Vida. Con una mirada de ternura el Creador contempló a sus hijos. Era una mirada de humildad, que lleno de amor, suplicaba para que permanecieran a Su lado. Incontables criaturas, conmovidas, correspondieron a Su mirada de bondad, mientras que una multitud se mantuvo cabizbaja. Lucifer y sus seguidores estaban conscientes de la seriedad de aquel momento. Todavía era posible dar vuelta atrás en sus planes, entregándose arrepentidos al divino Padre que siempre los había amado.
Mientras cabizbajos consideraban sobre la decisión final, Lucifer y sus adeptos oyeron el cántico de aquellos que, en reconocimiento y gratitud, se colocaban a lado del Eterno. La última lucha se trababa en el corazón de los infieles que, estremecidos, llegaron a pensar en retirarse. Finalmente, el recuerdo del reciente gesto divino, despojándose de la corona, les dio la certeza de que el gobierno les sería entregado. Viendo que el Trono permanecía vacío, Lucifer y sus huestes, dominados por la codicia, rompieron definitivamente con el Creador. Al ver un tercio de los súbditos atravesar las divisiones de la eterna separación, Dios dejó externar el dolor angustiante que por tanto tiempo martirizaba Su corazón, Curvándose en inconsolable llanto.
Contemplando a Sus hijos rebeldes, elevó la voz en una lamentación dolorosa: ¡"Hijos míos, hijos míos! ¡Ya no puedo llamarlos así! ¡Quisiera tanto tenerlos en mis brazos! ¡Me acuerdo cuando con cariño los formé! ¡Ustedes surgieron felices y perfectos, en acordes de esperanza en eterna armonía! ¡Viví para ustedes, cubriéndolos de gloria y poder! ¡Ustedes fueron mi alegría! ¿Por qué sus corazones cambiaron tanto? ¿Oh qué más podría yo haber hecho para hacerlos permanecer conmigo? ¡Hoy mí alma sangra de dolor por la eterna separación!
¡¿Cómo miraré hacia los lugares vacíos donde tantas veces regocijantes elevaron las voces en hosannas festivas, sin venirme a la mente una mezcla de felicidad y dolor?! ¡Nostalgia infinita invade ya mi ser, y sé que será eterna! Hoy mi corazón se rompió y se quebrantó; ¡las cicatrices cargaré para siempre! Después de proclamar en llanto tan dolorosa lamentación, el Eterno, se dirigió a Lucifer, el causante de todo el mal, diciendo: "Tú recibiste un nombre de honra al ser creado. Ahora no te llamarán más Lucifer, sino Satanás, el enemigo del Creador y de Sus leyes." Después de lamentar la perdición de las huestes rebeldes, el Eterno, en pasos lentos, se ausentó del jardín del Edén, lugar del trono Universal.
¿Dónde sería ahora Su morada? Las huestes fieles acompañaban reverentes Sus misteriosos pasos de abandono, que parecían descorrer un futuro difícil, de sufrimientos y humillaciones. ¿Ocuparían los rebeldes el trono divino, profanándolo como dominio del pecado? Esta indagación torturaba el corazón de los súbditos del Eterno. Dejando Su amada Ciudad, el Señor de la luz se condujo, en medio de las glorias del Universo, en dirección del abismo inmenso, respecto del cual había callado hasta entonces. Allí Se detuvo una vez más, enmudecido, mientras que parecía leer en las tinieblas un futuro de grandes luchas.
Ante el sufrimiento del Eterno, expresado en la tristeza de su semblante, los fieles pudieron finalmente comprender el significado de aquél misterioso abismo: consistía en una representación simbólica del reino de la rebeldía. En el rostro entristecido de Dios se manifestó, por fin, un brillo que a los fieles animó. Levantando los poderosos brazos ante las tinieblas, ordenó en alta voz: "Haya luz." Inmediatamente, la luz de Su presencia inundó el profundo abismo y, triunfando sobre las tinieblas, reveló un mundo inacabado, cubierto por aguas cristalinas. Con ese gesto, el Eterno iniciaba una gran batalla por la reivindicación de Su gobierno de luz; batalla del amor contra el egoísmo; de la justicia contra la injusticia; de la humildad contra el orgullo; de la libertad contra la esclavitud; de la vida contra la muerte.
Batalla que, sin tregua, se extendería hasta que, en el amanecer anhelado, pudiese el divino Rey retornar victorioso al santo monte Sión, donde, entronizado en medio de las alabanzas de los redimidos, reinaría para siempre en perfecta paz. Las tinieblas, en su fuga, señalaban hacia el aniquilamiento final de la rebeldía. Las aguas abundantes que cubrían aquél mundo, hasta entonces oculto, simbolizaban la vida eterna que para los fieles sería conquistada por el amor que todo sacrifica. El mundo revelado era la tierra. Visitada por las tinieblas y por la luz, ella sería el palco de la gran lucha. Los fieles se regocijaban ante el triunfo de la luz en aquél primer día, cuando las tinieblas en su furia rodaban sobre el planeta, sucumbiéndolo en densa obscuridad.
La luz, que parecía vencida, renació victoriosa en un lindo amanecer. Al rayar la luz de un segundo día, el Eterno ordenó: "Haya una expansión en medio de las aguas, y haya separación entre agua y aguas." Inmediatamente, el calor de Su luz hizo que una inmensa cantidad de vapor se elevase de las aguas, envolviendo el planeta en un manto de transparencia añil. Surgió así la atmósfera, con su mezcla perfecta de gases que serían esenciales para la vida que en breve coronaría el planeta. El Creador, contemplando la expansión, la llamó "cielos".
La atmósfera, que llena de brillo envolvía la tierra, se ensombreció al sobrevenir el crepúsculo de otro atardecer.
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